Desde Bruselas, se multiplicaron normativas que, amparadas en argumentos verdes, muchas veces operaron como barreras para-arancelarias contra productos agrícolas de países como Argentina o Brasil. Irónicamente, mientras cuestionaban tecnologías agrícolas innovadoras como la siembra directa o los cultivos transgénicos, sus propios suelos se degradaban a un ritmo alarmante, erosionados por una agricultura tradicional que arrastra siglos sin grandes transformaciones.
Ahora, por fin, la Unión Europea parece haber tomado conciencia del problema. El Parlamento Europeo y el Consejo alcanzaron un acuerdo político para aprobar la Directiva sobre Monitoreo y Resiliencia del Suelo, una herramienta legal que pone por primera vez a la salud del suelo en el centro de las políticas ambientales y agrícolas del bloque.
Una deuda largamente postergada
No es una exageración: el 60% al 70% de los suelos europeos está en mal estado. Cada año, se pierden alrededor de 1.000 millones de toneladas de suelo fértil por erosión, con un costo estimado de 1.250 millones de euros en productividad agrícola y más de 50.000 millones en pérdidas ecosistémicas y sanitarias.
Este deterioro es consecuencia de décadas de prácticas convencionales intensivas, como el laboreo profundo, el monocultivo sin rotaciones eficientes, y el escaso aprovechamiento de tecnologías que en América del Sur ya están arraigadas, como la siembra directa, los cultivos de servicio o la agricultura basada en manejo por ambientes.
A pesar de esta realidad, Europa mantuvo durante años una actitud ambigua: criticó modelos agrícolas mucho más sostenibles mientras naturalizaba la degradación progresiva de sus propias tierras. El resultado es un continente con suelos pobres en carbono, contaminados, compactados y vulnerables a fenómenos climáticos extremos.
¿Qué propone la nueva directiva?
El acuerdo alcanzado esta semana establece una serie de medidas para comenzar a revertir esta situación. Se trata de un marco legal flexible, progresivo y adaptado a la diversidad edafológica del continente, pero que representa un avance sustancial respecto a la total ausencia de políticas coordinadas en esta materia.
Entre sus puntos centrales se destacan:
-Establecer un sistema armonizado de monitoreo de la salud del suelo en todos los Estados Miembros, basado en indicadores comunes pero con criterios adaptables localmente.
-Brindar apoyo técnico y financiero a los gestores del suelo —agricultores, forestales, municipios— para que puedan mejorar la salud y resiliencia de sus tierras.
-Identificar y gestionar suelos potencialmente contaminados, aplicando el principio de “quien contamina, paga”.
-Limitar el impacto negativo de la expansión urbana sobre suelos agrícolas y naturales, sin impedir el desarrollo territorial.
Además, la directiva no impone cargas directas a productores ni propietarios: se basa en la cooperación y en la generación de información confiable como punto de partida para futuras acciones.
Más datos, mejores decisiones
Uno de los grandes aportes de esta iniciativa será la creación de bases de datos unificadas sobre suelos en toda la UE, que permitirán:
-Mejorar la eficiencia en el uso de agua y nutrientes en la agricultura.
-Diseñar estrategias más eficaces de prevención de sequías e inundaciones.
-Impulsar prácticas regenerativas, pagos por servicios ecosistémicos y esquemas de captura de carbono (“carbon farming”).
-Valorar económicamente los suelos saludables y la producción sustentable.
Es decir, pasar de la retórica ambiental al diseño de políticas basadas en evidencia, algo que América Latina ya viene implementando —en muchos casos con escasa visibilidad internacional— desde hace más de dos décadas.
Un espejo incómodo para Europa
En Argentina, más del 90% de la superficie agrícola se trabaja bajo siembra directa. Brasil, Paraguay y Uruguay también están adoptado masivamente este sistema, que elimina el arado, mantiene la cobertura vegetal y mejora la estructura del suelo, todo mientras aumenta la productividad y reduce la huella de carbono.
Estos avances fueron en su momento desestimados o incluso cuestionados por la UE, que sostenía un modelo de agricultura más tradicional, aferrado a prácticas del siglo pasado. La nueva directiva, aunque celebrada, pone en evidencia esa contradicción histórica: Europa exigía al mundo lo que no se exigía a sí misma.
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Lo que viene: tiempos, desafíos y oportunidades
Tras la adopción formal por el Parlamento y el Consejo, la directiva entrará en vigor 20 días después de su publicación oficial. A partir de allí, los Estados Miembros tendrán tres años para establecer sus marcos nacionales de monitoreo.
Se prevé además que aquellos países que enfrenten mayores dificultades técnicas o presupuestarias puedan acceder a asistencia de la Comisión Europea para llevar adelante tareas de muestreo, análisis y archivo.
La clave, de ahora en más, será que esta normativa no se convierta en un simple trámite burocrático, sino que sea el puntapié inicial para un cambio real en la forma en que Europa produce alimentos, cuida sus ecosistemas y define su rol ambiental en el mundo.
¿Cambio de paradigma o reacción tardía?
Es saludable que Europa comience a mirar hacia abajo, literalmente, y reconozca la importancia del suelo. Pero también es importante señalar que esta decisión llega tarde y tras una larga historia de incoherencias políticas. Celebrar el avance no impide poner en evidencia sus demoras.
Tal vez, en este nuevo contexto de degradación global, el viejo continente empiece a aprender de modelos más modernos, eficientes y regenerativos, como los que emergieron desde el sur del mundo, lejos de Bruselas, pero mucho más cerca del suelo.
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