Hubo un tiempo en donde el cultivo de canola parecía tener todo para triunfar en el campo estadounidense, pero siempre faltaba algo: frío excesivo, poca experiencia, maquinaria inadecuada o, simplemente, ningún comprador esperando. El resultado fue una sucesión de intentos fallidos que dejaron al cultivo relegado a una posición casi testimonial en las rotaciones agrícolas del sur del Cinturón del Maíz.
Sin embargo, en 2024, la historia empezó a cambiar. En estados como Kentucky, Tennessee, Misuri, el sur de Illinois e Indiana, la canola está volviendo a sembrarse. Pero esta vez, no como un experimento, sino como parte de una estrategia agrícola sólida, basada en tres pilares: demanda real, biotecnología adaptada y un nuevo modelo de negocios que baja las barreras de entrada para los productores.
Así lo cuentan los periodistas Tom J. Bechman y Mindy Ward en un artículo recientemente publicado por Farm Progress, donde se describe cómo esta oleaginosa vuelve a posicionarse, esta vez como un cultivo de servicio con valor económico, respaldado por un ecosistema industrial que incluye a empresas como Corteva Agriscience, Bunge y Chevron.
El motor detrás del resurgimiento: los biocombustibles
La verdadera razón por la que hoy el cultivo de canola vuelve a escena es el crecimiento del mercado de biocombustibles de baja huella de carbono. Tanto el FAME (Fatty Acid Methyl Esters, o biodiesel convencional) como el HVO (Hydrotreated Vegetable Oil, también conocido como diésel renovable) están en plena expansión, impulsados por políticas que premian los combustibles con baja intensidad de carbono.
Entre ellas, se destaca el Low Carbon Fuel Standard (LCFS) de California. Este programa no obliga a utilizar biocombustibles, pero establece metas progresivas de reducción de la huella de carbono en los combustibles líquidos, y otorga créditos económicos a quienes ofrecen productos con menor CI (Carbon Intensity). Esos créditos, altamente valorizados, se comercializan y se han convertido en una fuente clave de rentabilidad para las empresas que logran cumplir con los estándares.
Gracias a este esquema, hoy más del 70% del mercado diésel de California está cubierto por biodiesel y HVO, y la demanda de aceites vegetales certificados y trazables no deja de crecer. En este nuevo mapa energético, el cultivo de canola aparece como una materia prima ideal: es rica en aceite, adaptable al invierno, y su cultivo —al desarrollarse entre ciclos de cultivos de verano— permite reducir la huella de carbono del sistema productivo completo.
Nuevas variedades y contratos que facilitan la adopción
A diferencia de décadas anteriores, hoy la canola cuenta con un sistema integral de soporte. Corteva desarrolla híbridos con mejor resistencia al frío y al desgrane; Bunge ofrece contratos simples y estables; y Chevron procesa el aceite en sus refinerías de biocombustible.
El contrato base es por hectárea —no por tonelada producida—, lo que reduce la exposición del productor a riesgos de rinde. Además, incluye cobertura frente a siniestros climáticos (“acto de Dios”), asesoramiento agronómico desde la siembra hasta la cosecha, y entrega inmediata del grano al finalizar la campaña. Una propuesta que elimina muchas de las incertidumbres que suelen acompañar la adopción de cultivos no tradicionales.
El productor Jed Clark, en Kentucky, fue uno de los pioneros en 2024. “Nos fue bien, sin mayores complicaciones para cosechar, y este año vamos por más hectáreas”, afirma en el artículo de Farm Progress.
Un cultivo de servicio con rentabilidad y baja huella
Uno de los grandes diferenciales de la canola es su capacidad para integrarse como cultivo invernal en rotaciones agrícolas diversificadas, sin desplazar al maíz o la soja. Eso la convierte en una herramienta clave dentro de una estrategia de agricultura regenerativa, aportando cobertura del suelo, biodiversidad, mejor aprovechamiento de nutrientes y, ahora también, ingresos reales.
En países como Argentina, pioneros en la adopción de la siembra directa y los cultivos de cobertura, este enfoque es conocido desde hace años. Pero lo novedoso del caso estadounidense es que el mercado está dispuesto a pagar por esas prácticas. Y no solo a través del precio del grano, sino por medio de créditos de carbono, incentivos logísticos y acceso preferencial a los mercados más exigentes.
Infraestructura y certificación: las bases del crecimiento
Para sostener esta expansión, fue clave la inversión en infraestructura. Bunge y Chevron construyeron una planta de procesamiento en Destrehan, Louisiana, con capacidad para más de un millón de toneladas anuales, y establecieron puntos de recepción fluvial en puertos clave del Misisipi y el Ohio. La logística está pensada para que los productores puedan entregar su cosecha sin necesidad de almacenaje ni transporte costoso.
Además, se amplió la cobertura del seguro agrícola federal para el cultivo de canola en varios condados de Kentucky, y se implementó el esquema de certificación ISCC, que exige trazabilidad completa mediante archivos de georreferenciación. Esta certificación es hoy condición indispensable para ingresar a los mercados que operan bajo el LCFS o esquemas similares.
Más que una moda: una señal estructural
El caso de la canola demuestra cómo, cuando confluyen señales de mercado, innovación tecnológica y políticas públicas adecuadas, un cultivo marginal puede transformarse en una pieza central de la bioeconomía. Y cómo el suelo, la sostenibilidad y la rentabilidad pueden ir de la mano.
También deja una enseñanza para América Latina: las prácticas agronómicas sostenibles ya existen, y muchos productores llevan años aplicándolas. Lo que aún falta, muchas veces, es un mercado que reconozca —y recompense— ese esfuerzo.
Porque si hay algo que queda claro con esta historia, es que cuando la bioeconomía se vuelve rentable, se vuelve posible.
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