Por Virginia Fabri
En el vértigo productivista de la 137° Exposición de Agricultura, Ganadería e Industria, donde la ciencia y la tecnología del agro exhiben su fuerza, hay un espacio donde el tiempo se detiene y se sienta a matear. Ese remanso, al margen de las pistas de jura y los remates frenéticos, se llama con sencillez poderosa: Museo del Gaucho. Pero lo que allí sucede no es simplemente una muestra; es un acto de reverencia. Un ejercicio de memoria y belleza, donde cada objeto guarda un relato, y cada vitrina es una ventana a un país que se tejió con hilo, coraje y campo.
Este museo, nómade y vibrante, condensa en apenas unos metros cuadrados más de dos siglos de historia material y simbólica. No hay hologramas, ni luces LED. Hay plata repujada, cuero trenzado, lana hilada a mano, y ese silencio especial que solo sucede cuando la belleza y la tradición se dan la mano. Como quien desensilla la historia para dejarla respirar, el Museo ofrece un recorrido íntimo por las formas del coraje criollo: espuelas pequeñas, boleadoras que aún huelen a polvo, rebenques de mango trabajado y ponchos que pesan tanto como la palabra identidad.
El visitante que cruza ese umbral no solo entra a una exposición: ingresa a una conversación muda con la pampa. Una donde hablan los frenos forjados a fuego, los estribos tallados por manos indígenas, las rastras del siglo XIX con figuras que parecen custodiar la tradición. Solo hace falta mirar con respeto, caminar con asombro, y dejar que el campo nos cuente, sin alzar la voz, quiénes fuimos y aún somos.
Y quizás lo más bello sea que este museo nació del gesto más simple y noble: el de conservar lo que podría haberse perdido. Alejandro Alignani, su director, y Santiago Marsili, orfebre apasionado cuya pasión se contagia al contar las historias detrás de cada pieza, han reunido con devoción objetos que no son meras reliquias, sino testimonios vivos de una estética, una ética y un modo de habitar el mundo.
Creado en 2023 a instancias de la Sociedad Rural Argentina y el Comité de Tradición – este último histórico organizador del concurso de aperos criollos– el museo nació como proyecto sin sede fija, una suerte de museo itinerante. Se planta año a año en la Rural con una misión clara: preservar y celebrar la cultura gaucha, mostrando un patrimonio, que emociona por su belleza y hondura. Este año, las vitrinas exhiben exquisitas piezas entre platería criolla, soguería, textiles, frenos, espuelas, rebenques, rastras, cuchillos, y un apero original, todas piezas que son pura épica.
Hay objetos que hablan. Otros, que gritan. Uno de los grandes protagonistas de la muestra es un lomillo porteño del primer cuarto del siglo XIX. No es una simple montura –aunque muchos así la llamen– sino el símbolo de un tiempo donde el caballo era prolongación del cuerpo. Este lomillo perteneció a Don Félix Antonio Urquiolla, estanciero de San Miguel del Monte, nacido en 1800 y fallecido en 1902. En su carona, su matra y su cojinillo están tejidos el frío de la pampa, el roce del cuero curtido por la intemperie, la firmeza del gaucho ante la amenaza.
Un apero completo de aquella época era mucho más que utilitario: era cobijo, defensa, transporte y hasta lecho. El poncho, inseparable, se plegaba al cuerpo y al recado, era escudo contra el agua, el viento y el olvido.
Cada región tejió su estilo. Las monturas correntinas, también presentes en el museo, dialogan con el entorno: cinchas de algodón, caronas amplias de suela, sobrepuesto de carpincho ojalillado y un malabrigo como silla hacen a este apero del litoral. En Salta, los jinetes usaban guardamontes cerrados para protegerse de los matorrales, mientras que en otras regiones reinaba el cuero grueso y el sobrio diseño de la adversidad. Cada silla criolla fue moldeada por el terreno, por la necesidad y por el ingenio.
En otro rincón del Museo, dos ponchos ingleses captan miradas. No por su origen, sino por lo que revelan: cómo Europa intentó copiar el alma tejida del pueblo originario y criollo. Durante el siglo XIX, tras la Independencia y con el auge del libre comercio, Inglaterra descubrió que los ponchos del Plata no solo eran abrigo: eran símbolo
“La Tradición está íntimamente relacionada con los hechos históricos que sucedieron en el país”, comenta Marsili. “Con el descubrimiento de América, los españoles trajeron la oveja y el telar, nuevos materiales y nuevas tecnologías. El libre comercio dio lugar al ingreso de nuevos jugadores como es el caso mencionado de Inglaterra”, concluye. Y si algo distingue al comerciante inglés es su habilidad para detectar oportunidad. Así, fábricas en Manchester o Birmingham empezaron a producir ponchos con grecas pampas, intentando igualar el arte indígena. Los hicieron mecánicamente, a gran escala, y aunque bellos, carecían de la espiritualidad de aquellos tejidos por manos anónimas durante meses.
Rosas, en un intento de frenar esa invasión textil, dictó la Ley de Aduanas en 1835. Pero tras Caseros, con la caída del Restaurador, volvió el libre comercio, y los ponchos ingleses llegaron en masa. Una paradoja de la historia: lo artesanal terminó rendido ante lo industrial.
Hoy, esos ponchos británicos reposan junto a los pampas originales, como hermanos distantes. Hay incluso uno con cuello, realizado en telar mecánico, que muestra cómo la industria adaptó la forma a la moda europea.
Pero si hay algo que emociona en el Museo es la platería criolla. Hay piezas que pertenecieron a personajes de la historia argentina, como un freno forjado que perteneció a Justo Sáenz, autor del mítico Equitación Gaucha (1941), quien entrevistó a veteranos de Caseros y Pavón para rescatar las prácticas ecuestres del gaucho.
Hay rastras del siglo XIX, con motivos religiosos o heráldicos, estribos mínimos usados para mantener solo la punta del pie y así ante una rodada poder soltarlos y evitar ser aplastado o golpeado en la caída, que sería una muerte segura en la pampa. También hay bozales en cuero trenzado, sogas que son una filigrana del trabajo artesanal, y espuelas con más de 180 años.
Una vitrina especial homenajea a Broqua & Scholberg, firma belga que producía en masa piezas de alpaca para el mercado del Plata. Allí, los objetos muestran el contraste entre lo hecho a mano y lo fundido en serie, entre lo único y lo repetido. Son reflejo de un momento en que el mundo quería vestirse de gaucho, pero sin la paciencia del gaucho.
El Museo del Gaucho no es solo un espacio de exposición. Es una declaración de principios. Una postal de una Argentina que fue y que, en muchos rincones, aún es. Como bien destaca Alignani, es fundamental mantener vivas las tradiciones.
Entre tanto toro campeón y genética de precisión, en la Rural late este rincón de tradición. Allí donde una rastra puede hablar más que mil discursos, donde un poncho tiene el peso de una patria, y donde cada pieza exhibida tiene alma.
Para los amantes del campo, de la historia, de la cultura criolla, la visita al Museo del Gaucho no es opcional. Es un acto de respeto. Y también, un placer.