Endivias, el crujido vegetal que surgió en el siglo XIX

Debido a su dilatada y escalonada producción permanece mucho en el mercado

Endivias, el crujido vegetal que surgió en el siglo XIX
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urante mucho tiempo la endivia (chichorium intribus) fue un tipo de lechuga, emparentada con la achicoria. Te la servían cuando ibas a Francia como cuchara vegetal rellena con farsas de queso o de atún; braseada al horno, como guarnición de platos de carne, con frutos rojos y nata o, simplemente, como ensalada rubia de aliño cremoso. Toda una curiosidad para nuestro paladar aventurero de hace 40 años. Luego resultó que las endivias no eran francesas, sino belgas, como pasa con tanto belga al que suponemos francés: el pintor Magritte, el escritor Georges Simenon o el cantautor Jacques Brel, por ejemplo.

En efecto la endivia es una verdura de cultivo hidropónico (que puede prescindir de la tierra para cultivarse), generada en Bélgica a consecuencia de un fenómeno casual de la naturaleza. Su textura crujiente y jugosa, de elegante sabor dulce y refrescante, con un tono levemente amargo en algunas variedades, la acreditan como una hortaliza de mucho carácter. Está compuesta por una sucesión de apretadas hojas, superpuestas y dependientes entre sí, que forman piezas puntiagudas y cilíndricas de refinado y artificial aspecto. Su color es agresivamente blanco-amarillento o amoratado en el tramo próximo a las puntas –cuando se hibrida con remolacha– y de una limpieza natural impecable, lo que no sucede con otras verduras de consumo crudo, a las que debemos despojar de bastantes hojas exteriores y lavar minuciosamente.

 

Blanca y misteriosa

Cabe recordar que el color blanco de la endivia procede de la ausencia de clorofila, por lo que su mayor enemigo es la luz del sol, tanto durante su producción, como al transportarla y conservarla. Originada a partir de las raíces de la achicoria amarga, a propósito de la aparición en el mundo de la endive –a finales del siglo XIX–, se prodigan relatos que inflaman su curiosidad y misterio.

La versión que más nos convence es la verificada por el ilustre investigador agrario Julián Díaz Robledo, quien en uno de sus tratados hortícolas concreta que, entre 1845 y 1870, se cultivaban abundantemente las raíces de achicoria en el noroeste de Bruselas. En ese momento, estaban destinadas a secaderos y torrefactores locales, que las tostaban y molían para fabricar un sustituto del café, que tuvo mucha demanda. Hacia 1870 se produjo una superproducción de aquellas raíces, por lo que los agricultores de la comunidad de Evere (población reconocida como cuna de la endivia) se vieron obligados a amontonar las sobrantes en graneros o establos sin luz, para protegerlas del frío y las heladas. Al cabo del tiempo y con gran sorpresa, los agricultores observaron que de las raíces almacenadas brotaban largas hojas apretadas, de un sugestivo color blanco-amarillento. La oscuridad y la temperatura animal del establo habían despertado la actividad vegetativa en las raíces, generando un prodigio de la naturaleza nuevo y del todo inesperado. Lo que sí quedó claro con la incidencia es que de las raíces almacenadas en lugares cálidos y sin luz se obtenían brotes blancos apetitosos; una primicia espontánea de la naturaleza.

 

Con la ayuda del vecino

Un poco a causa de la sorpresa y del futuro incierto del producto, witloof, una palabra flamenca que significa simplemente “hojas blancas”, se eligió en Bélgica para identificarlo. Debido la penuria del invierno –que es cuando aparecieron– y al estado desastroso de la economía belga durante aquellos años, los pequeños agricultores llevaron tentativamente las plantas al mercado de Bruselas donde, favorecidos por la escasez de otras verduras, consiguieron compradores a bajos precios, lo que no dejó de otorgar porvenir a la witloof. Poco a poco los consumidores fueron percatándose del rico sustento que suponía la planta. Así que la demanda fue creciendo, los precios mejoraron y los productores comenzaron a guardar en sus silos, intencionadamente, las raíces de achicoria para provocar el nacimiento de las hojas que tanta aceptación iban logrando. Sobre su producción nació entonces una sentencia agrícola: para conseguir la mejor raíz de achicoria es preciso “no alejarse de Bruselas” y para lograr un buen witloof debes asumir tres exigencias: humedad, calor y obscuridad.

En el año 1873 aparecieron las primeras en el mercado de París y como el expedidor había omitido el nombre del producto, evitando la obviedad de lo de “hoja blanca”, los franceses decidieron llamarlo endive, un término procedente del latín entubus, luego prolongado con la denominación completa de endives de Bruxelles. A partir de entonces los franceses fueron sus mayores valedores. Su difusión coincidió con la renovación culinaria francesa de finales del siglo XIX y la doctrina culinaria del gran Auguste Escoffier, que instaló las endivias entre las predilecciones constantes de la alta cocina, ayudando a difundirlas en todos los ámbitos sociales, debido a su creciente producción, consecuente abaratamiento y demanda universal.

 

Implantada, diferente y sana

En España fue primero endive belge, en francés, y después, simplemente endivia o endibia, que ambas ortografías admite la Academia. Hace unos 35 años comenzaron a comercializarse endivias de producción local, cultivadas en Segovia, Valladolid, Soria, Logroño y sobre todo en Navarra, con un sabor excelente, incluso con un gusto más dulce que el de las francesas y las belgas, además de alejadas un poco del característico amargor de aquéllas, pues los territorios y las aguas tienen mucho que agregar o restringir en cuestiones agrícolas. Lo cierto es que nuestra endivia despertó desde el comienzo una fuerte demanda. Los mercados españoles se abastecen satisfactoriamente –y desde hace tiempo– de endivias españolas, que merecen una favorable acogida entre los consumidores de otros países.

Dietéticamente, se trata de una verdura sana, pero de escaso valor nutritivo. Es oportuna en la dieta de adelgazamiento, pues no aporta más que 17 calorías por cada 100 gramos, frente a las 27 que proporcionan casi todas las hortalizas. También es relativamente más bajo su contenido en minerales (calcio, sodio, magnesio, fósforo, hierro), que, en la mayoría de las verduras, pero es rica en fibra, yodo, vitamina A (retinol) y provitamina A (betacarotenos), de efecto antioxidante. Apenas contiene hidratos de carbono y tiene un alto contenido en agua, casi el 95%, por lo que también es muy diurética.

 

Versátil y comercial 

Sin embargo, se considera un referente gastronómico notable. La endivia es muy apreciada entre los cocineros, por sus múltiples aplicaciones y propicios aliños, tanto cruda, sola o mezclada con otros vegetales, como recipiente de rellenos, complementando platos fríos o calientes, envuelta en lonchas de jamón, gratinada a la brasa o frita, asada al horno y en preparaciones mestizas o vanguardistas. Por su turgencia y jugosidad favorece, además, la rica textura de numerosos platos refrescantes.

El célebre frutero y erudito hortelano Luis Pacheco – presidente de la Confederación de Comercio de Madrid–, confirma que las endivias no llegaron España hasta finales de los años 70 del siglo pasado, su apogeo consumidor brota a mediados de los años 80 y crece con la renovación culinaria española. Insiste en que es más que conveniente evitar que la endivia esté mucho tiempo expuesta a la luz, porque sus hojas pierden textura, se arrugan, adquieren un color verdoso claro y sus valores gustativos se resienten, sobre todo debido al sabor amargo que adquiere en estas circunstancias. Entusiasta personal de la endivia, “su sola presencia la distingue como una de las verduras más apetecibles y mereció el rango de hortaliza exclusiva, pero su demanda y extensión productiva la han convertido en mercancía asequible y bastante popular”, asegura Pacheco.

Aunque no todas las endivias resultan iguales. Se despachan bandejas de 1,50 € y bandejas de 2,50 €, aparentemente idénticas, lo que indica una elasticidad mercantil de hasta el 60%: “La perfecta formación del cogollo, su blancor puro, el peso creciente entre piezas de dimensiones idénticas; su turgencia o la riqueza en matices sápidos, condicionan su valor”, aclara Pacheco, fundador del sello Gold Gourmet allá por el año 2001. La aparición del formato baby, con su delicadeza, oportunidad estética y ajuste culinario a más productos, próximos o foráneos, añaden renovación y elegancia a la lechuga blanca que nos llegó del establo.

 

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