on tristeza, reconoce que están en vías de extinción en el norte cordobés. Catorce kilómetros de camino de tierra separan al maestro Carlos Balle desde Obispo Trejo hasta su escuela rural en Las Palmitas, al norte cordobés, donde todos los días llega para entregarles sus saberes a sus cuatro alumnos de salita de tres, primero, cuarto y sexto grado.
Con 56 años de edad, y 34 de servicio en el campo, el maestro Carlos da clases con el mismo entusiasmo que en sus comienzos. El paso del tiempo y los avatares sufridos en el proceso parecen no haberle quitado la pasión por lo que hace.
“Para ser docente rural, realmente te tiene que gustar. Tenés que amar lo que haces, y tenés que tener un niño en el corazón”, dice convencido al justificar sus ganas por enseñar.
Al igual que la mayoría de los maestros rurales, Carlos las pasó a todas. Hacer dedo bajo la lluvia para llegar a dar clases en pleno invierno, quedarse empantanado en caminos inhóspitos, caminar por horas en busca de ayuda para algún alumno que volaba de fiebre, quedarse aislado en el campo a causa de inundaciones... Y la lista sigue.
Nadie le dijo que sería fácil, pero tampoco le dijeron que las satisfacciones serían maravillosas. “Si vuelvo a nacer, lo vuelvo a elegir sin cambiar un ápice”, sostiene firme.
A Carlos le tocó en carne propia sufrir el cierre de la escuela rural en la que había ejercido por casi 28 años. El fenómeno de la sojización redujo la matrícula de alumnos de 54 a cero en la escuela General José de San Martín, del paraje Tres Pozos.
El cierre fue en 2013, cuando faltaba sólo un año para que se cumpliera el centenario del colegio, fundado en 1914. “La frustración más grande es no haber podido hacer ese festejo, me venía preparando hacía mucho tiempo”, se lamenta el docente al recordar aquel triste capítulo en la historia de su profesión.
Fue reubicado en la escuela Juan Núñez del Prado, de Las Palmitas, donde transita sus últimos años de trabajo.
Mira para atrás y se le llenan los ojos de lágrimas. Pero no de tristeza, sino de emoción. “Las escuelas rurales cumplen un rol tan pero tan importante en la vida de las personas. Son la puerta de acceso al futuro de cientos de chicos que pueden estudiar gracias a que tienen una escuela cerca de su campito, que si tuvieran que irse al pueblo quizás no lo harían”, dice el maestro.
Y agranda su pecho al contar una de las tantas anécdotas que le inflan el corazón: “En 2017 fui a una reunión de padres, en el colegio secundario al que van mis hijos. ¿Y quiénes eran los encargados de la charla? Dos profesores exalumnos de mi escuelita rural en el campo. ¡Cómo no voy a estar orgulloso y agradecido de que las escuelas rurales existan!”.
Las escuelas rurales, años atrás y antes de que los campos se despoblaran, eran el principal foco irradiador no sólo intelectual, sino cultural, religioso y deportivo.
Grandes campeonatos de fútbol para recaudar fondos para la cooperadora escolar, multitudinarias misas religiosas en honor a la grutita instalada en el patio de la escuela, veladas artísticas celebrando los finales de curso y tantas actividades más que atravesaban a la institución e involucraban a toda la comunidad rural.
Y así como la escuela no era sólo un edificio en el que se daba clases, el maestro no era sólo un docente que enseñaba.
“En la edad de oro de las escuelas rurales, ser maestro era algo que iba mucho más allá de la parte áulica. Frente al pizarrón enseñaba, pero fuera del aula era enfermero, cocinero, peluquero, banquero, de todo. Cuando en el campo había gente, el docente cumplía múltiples roles para la comunidad rural”, reseña Carlos.
Los caminos eran largos y el transporte que separaba el campo de la zona urbana era casi nulo. Por eso, el maestro se transformaba en el “señor de los mandados” de cada uno de los papás de los alumnos.
“Una vez –recuerda entre risas– tuve que hacer 14 mandados en el pueblo antes de salir para la escuela. Lo recuerdo como un récord. Entre pasar por la farmacia a retirar remedios, comprar pan, el kerosene, la garrafa, la batería, la tradicional jugadita de la quiniela. Y cómo será que eran muchos que ya no me acuerdo cuáles me faltan”.
El maestro "Carlitos" recuerda con nostalgia aquellas épocas en las que su trabajo era mucho más que enseñar. En la actualidad, reconoce, su actividad se ha reducido específicamente al aula, porque ya no quedan personas a las cuales hacerles los mandados.
"En esto quiero hacer una reflexión. Si bien la sojización fue la principal causa, porque acá en la zona vinieron grandes productores y fueron comprándoles los pequeños campitos a las familias del lugar y estas se fueron mudando a la zonas urbanas, hubo también una cuota de responsabilidad en nosotros los docentes. Nuestras ansias de ver a los alumnos crecer, que sigan estudiando, que se conviertan en profesionales, nos llevó a impulsarlos siempre a que busquen mejores posibilidades en el pueblo o la ciudad. El resultado no podía ser otro que el que hoy tenemos”, explicó el docente.
Con pesar, pero sabiendo que es una realidad ineludible, el maestro reconoce que las escuelas rurales en el norte están en vías de extinción. "Somos como la corzuelita, que se fue quedando sin hábitat entre los cazadores furtivos y los depredadores naturales. Ellas cada vez son menos, y a nosotros nos pasa lo mismo. Lamentablemente, el campo se va despoblando. La gente, en busca de mayores oportunidades, se va al pueblo o a la ciudad, y las escuelas se achican y tienen que cerrar. Esa es la realidad", afirmó.
"Yo creo que si se tomara una decisión drástica, habría muchas más escuelas cerradas", agregó, aunque sostiene y defiende: "Mientras haya aunque sea un alumno en un colegio rural, valdrá la pena que permanezca abierto".
Destacando las ventajas de la enseñanza en el campo, el maestro resaltó la educación personalizada.
Los niños aprenden de forma casi exclusiva con el docente, mientras que en los colegios de zonas urbanas el mismo profesor se reparte para 20 o 30 chicos. Al resaltar las desventajas, mencionó la falta de materias especiales. Sólo tienen educación física una vez cada 15 días. También, la falta de sociabilización. En el caso de su colegio, son sus cuatro alumnitos y nadie más; no interactúan ni conocen a otros de sus edades en los recreos.
Por estos tiempos, la forma de enfrentar el aislamiento es trabajando en conjunto con las otras escuelas rurales de la zona, que pasan por la misma situación. Se juntan para las efemérides, comparten actos protocolares y planifican juntos, intentando que la realidad que les toca sea más llevadera.
Los tiempos cambiaron para los maestros rurales, pero el recuerdo de lo vivido entre guadales permanece intacto.
La voz