l alcaucil –o alcachofa– es una joya hortícola cuyo linaje nos conduce directamente al cardo silvestre. Algunos autores ubican su origen probable en la isla de Sicilia. Otros,
por tratarse de su centro de diversidad, señalan al país italiano como patria original. En
lo que todos coinciden es en que procede de la cuenca mediterránea. En la Antigua Grecia aún no cosechaban el alcaucil, pero usaban sus hojas con fines medicinales. La primera descripción de sus usos en medicina y farmacopea se atribuye al médico griego Galeno. Gracias a los movimientos migratorios procedentes de Europa, el alcaucil incursionó en América del Sur a través de Argentina. Por aquel entonces, el cultivo de la planta ya estaba extendido en Italia, Francia y España.
La mesa uruguaya supo recibir las virtudes culinarias de las preciadas alcachofas.
Gustavo Laborde, doctor en Antropología Social, constata que los alcauciles figuran en muchas elaboraciones incluidas en los recetarios uruguayos del siglo xix y primera mitad del siglo xx. Por aquel entonces los denominados alcauciles al infierno eran un
clásico instalado. La receta –junto a otras donde el alcaucil es ingrediente protagonista– figura en el recetario La cocinera oriental publicado en 1904 bajo la autoría de María del Carmen Pérez. El libro supo vivir más de 20 reediciones a lo largo de casi cuatro décadas.
El enólogo Gustavo Pisano, descendiente de ligures italianos, recuerda con nitidez los alcauciles al infierno cocinados con paciencia por su madre Maria Elsa. También las plantas de alcachofas en la huerta de su padre César, y cómo juntos comían el manjar de la forma más simple: “En crudo le sacábamos las hojas. Íbamos desmembrando hojita por hojita y las agarrábamos de la punta que quedaba, haciendo una cucharita, En un plato hondo poníamos aceite de oliva, vinagre casero –del que hacemos en la bodega– y sal. Con la cucharita agarrábamos esa mezcla y mordíamos la parte blanca tierna, A medida que ibas avanzando hacia el corazón se iba poniendo más tierno”
El piamontés Fidel Bianco, emigrado a Uruguay en 1931, no olvidó agregar un buen puñado de semillas seleccionadas a su equipaje. Fue en el campo uruguayo que sembró sus preciadas pepitas, criando a sus hijos bajo las tradiciones de sus ancestros. Entre las costumbres de la familia siempre estuvieron el cultivo y el consumo de alcachofas. En aquellos tiempos, tal y como señala Laborde, la pascualina de alcauciles era “uno de los platos estrella de El Águila, que entre los 40 y fines de los 80 fue acaso el restaurante más sofisticado de Montevideo”.
Casi dos décadas más tarde del cierre del emblemático restaurante, el periodista, escritor, gastrónomo y crítico Hugo García Robles publicaba El mantel celeste. Historia y recetario de la cocina uruguaya, sin que el alcaucil marcara presencia en las recetas incluidas en el volumen. Hoy Carlos Bianco –nieto del piamontés Fidel– y su sobrino, Jorge Piano –junto a sus esposas Lilian y Natalia– reivindican el papel del alcaucil en la mesa nacional.
Piano sospecha que los nuevos ritmos de vida, la apuesta por cultivos más productivos y el engorroso trabajo que conlleva la limpieza de los alcauciles, son algunas de las razones por las que el producto fue mermando su producción y popularidad con el paso de los años y de las décadas. La familia Piano-Bianco, productores en el Montevideo rural y descendientes de aquel piamontés con su puñado de semillas, se han puesto a la espalda la noble tarea de devolver protagonismo al producto. Bajo la denominación Alcauciles del Uruguay Piano-Bianco destina 3 de sus 45 hectáreas en propiedad a la producción de alcachofas. A pesar de tratarse de un cultivo de baja eficiencia productiva que conlleva un trabajo manual arduo, la producción del alcaucil se ha convertido en una causa para una familia que valora la preservación de las tradiciones.
De entre las variedades disponibles, los Piano-Bianco cultivan dos tipos de origen italiano: el espinoso violeta –espigado y puntiagudo– y el romanesco –de aspecto más redondeado–. La cosecha anual del espinoso se extiende de julio a noviembre, siendo el romanesco más tardío. Su aplicación culinaria es mayúscula. La cuchara de plata el gran libro de cocina italiana– tiene más de 40 recetas destinadas a la alcachofa. No hay chef amante de la huerta que se resista a la delicadeza de un producto que, a pesar de su aspecto rudo, encierra la ternura del corazón más exquisito.
Se quitan cuidadosamente las hojas duras, se corta el extremo superior y se conserva el corazón. De encontrarse pelusa en la parte central del corazón (depende de la variedad y del momento de la cosecha) se remueve completamente, ya que no es comestible (son los pistilos de lo que hubiera sido la flor de no haber sido cosechado el alcaucil). Se esculpe el tallo desechando las partes duras y fibrosas visibles y se sumerge cada pieza en agua con jugo de limón para evitar la oxidación.
Una vez limpios se cuecen en agua sin el tallo hasta que queden tiernos. En un recipiente a fuego muy suave se mezcla queso de cabra de rulo con un hilo de miel. Si el queso es muy compacto puede agregarse un poco de crema de leche para alcanzar una consistencia más cremosa. Se salpimenta y con la mezcla se rellenan los corazones de alcachofa ahuecados. Se gratina al horno hasta que dore.
“Deben elegirse los que sean más tiernos y, si es posible, de los llamados de espina, que son más sabrosos. Se les corta la punta de las hojas y poniéndolos boca abajo se aprietan para que queden algo abiertos. En seguida se colocan todos juntitos en una cazuela, bien paraditos. Y, uno por uno, se les va poniendo aceite, sal y pimienta. En el fondo de la cazuela ha de ponerse un poco de agua para que no se peguen. Se tapan muy bien y se hacen cocer a fuego lento. Deben quedar doraditos y tiernos.”
El maridaje del alcaucil no es tarea fácil, ya que contiene un elemento fenólico llamado cinarina que genera una engañosa y brusca sensación de dulzor al ingerir una bebida inmediatamente después de un bocado de alcaucil. Esto lo convierte en enemigo del vino, especialmente de los tintos. La acidez de muchos vinos blancos compensa esa sensación atípica llegando a resultar un maridaje más amable.
El Observador