Una firma productora de yerba que paga por el agua de lluvia

uede ser la lluvia, además de tantas veces una bendición, un costo empresario? Desde una empresa que produce bebidas con base en la yerba mate entienden que sí, y hallaron a quién pagarle: una organización no gubernamental que trabaja con comunidades indígenas en el Amazonas colombiano, una zona cuya preservación depende que continúe parte del caudal de lluvias que llega a la selva misionera del noroeste argentino y del sur de Paraguay y de Brasil, la región donde se trabaja el cultivo que le da sustento al negocio.

Guayakí Yerba Mate, una empresa certificada B por su triple impacto, rubricó en abril de 2020 un convenio con la Fundación Gaia Amazonas, de Colombia, para abonarle dinero que se destinará a apuntalar las actividades de fortalecimiento a comunidades indígenas. No son recursos a modo de una donación, sino que implican la asignación de un pago como la que está relacionada a otros costos, en reconocimiento de la interdependencia entre ecosistemas.

Guayakí se dedica a la producción bajo sombra de yerba mate en territorios de la Argentina, Brasil y Paraguay. También comercializa bebidas enlatadas a base de este cultivo en EE.UU y Canadá. El emprendimiento nació en 1996 por iniciativa de Alex Pryor, que por entonces era estudiante en una universidad de California. Él fue quien presentó la idea de pagar por el agua de lluvia que reciben las plantaciones al directorio actual de la firma.

Al bosque amazónico se lo considera una fuente principal de recursos hídricos para América Latina. Según explica un informe de Gaia, los árboles absorben agua a través de sus raíces y la liberan hacia la atmósfera en forma de vapor, por lo cual, dada la cantidad de ejemplares que tiene el Amazonas, con la acción del viento se genera una especie de “ríos voladores”. Se trata de grandes flujos aéreos de agua en forma de vapor, que terminan siendo la causa de lluvias a miles de kilómetros de distancia del bosque. Desde la ONG señalan que la deforestación y la degradación de los ecosistemas alteran esos ciclos, al tiempo que también inciden en la capacidad de regulación de la temperatura ambiental. Por eso, entre sus tareas está la de procurar que se mantengan determinadas prácticas y formas de vida de comunidades que habitan los bosques, para que los árboles se mantengan en pie.

“Este es el primer acuerdo de este tipo que conocemos; no vimos antecedentes”, cuenta Pedro Tarak, cofundador de la organización Sistema B e integrante también de Guayakí. “Por primera vez se le da reconocimiento económico y se incluye en la estructura de costos de una empresa la interdependencia entre ecosistemas; en este caso, la selva misionera y el bosque amazónico”, describe.

Por su parte, Carlos March, director de Inteligencia Colaborativa de la Fundación Avina –una ONG regional que colabora con el desarrollo de proyectos con propósitos de sustentabilidad–, señala que “lo que genera la naturaleza y también cómo se lo gestiona y se lo convierte en un bien social son cuestiones fundamentales para los procesos productivos”.

Asimismo, March describe el acuerdo que le pone valor a los “ríos voladores” como “absolutamente innovador y disruptivo”. Además, considera que rompe el concepto de filantropía, porque se le da recursos a un actor social desde el reconocimiento de cuáles son los beneficios económicos concretos que obtiene la propia empresa que paga por las tareas de quien cobra.

Desde Avina promueven un diálogo con empresas, para ver si el caso de Guayakí puede verse como una semilla y puede generar un efecto contagio. Para Gerardo Ourracariet, secretario de Hábitat, Infraestructura y Ambiente de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (UBA), la experiencia es replicable en negocios donde el CEO o el dueño tengan un convencimiento de los beneficios de aportar para el cuidado del medio ambiente. Según Ourracariet, es el caso concreto de las empresas de triple impacto, porque allí los efectos sociales y ambientales del negocio están considerados formalmente a la par de los económicos; por eso, es posible que ese tipo de empresas internalice costos del tipo del de “agua de lluvia”.

De acuerdo al ejecutivo, desde el sector académico se pueden hacer aportes para mostrarle a las empresas de dónde provienen y cómo se originan o preservan los bienes ambientales que reciben. “Encontrar adónde destinar dinero es algo simple, porque hay ONGs trabajando en muchos lugares; lo más difícil es encontrar al empresario que asuma el compromiso, para lo cual tiene que tener, además del convencimientos, sus números equilibrados”, indica.

En tanto, el productor agropecuario Gustavo Grobocopatel considera “que es importante pensar en modelos que tengan una visión más integral de los ecosistemas, que consideren los impactos múltiples de nuestras acciones; las estructuras organizacionales y los limites formales actuales no permiten tener conciencia de esos impactos y tampoco están los incentivos necesarios como para caminar en esa dirección”. En ese sentido, remarca que “deberíamos tener en cuenta los impactos cuando elegimos lo que consumimos”. Según cree, la actividad agrícola desarrolló mecanismos en las últimas décadas para procurar el impacto ambiental positivo, pero se obtuvieron resultados muy limitados.