s la temporada de la calabaza, irremediablemente unida al imaginario de Halloween y la idea bucólica de un otoño ideal de revista, aunque en realidad podemos encontrarla casi todo el año.
A nadie se le escapa que las calabazas han cobrado mucho más protagonismo en nuestra vida cotidiana desde su creciente popularidad en los últimos años. Influenciados por esas contagiosas modas que nos llegan de la cultura estadounidense, con Halloween ya totalmente asentado en nuestro país y también muchas de sus recetas otoñales, sí que nos ha servido para recuperar una verdura que tiene mucha tradición también en nuestra cultura gastronómica.
Su imagen se asocia a los días más grises y frescos, a paisajes de hojas caídas, árboles teñidos de tonos amarillos y ocres, a cestas con setas y a bodegones con castañas y nueces, pero las calabazas nunca se habían marchado del todo. Gracias a la gran diversidad de variedades, y también a su larga conservación, esta hortaliza se puede disfrutar todo el año, aunque es cierto que es en otoño cuando más apetece sacarle partido.
La calabaza es el fruto de la calabacera, pertenece a una familia bien conocida en nuestras cocinas, las cucurbitáceas. Es pariente, por tanto, del calabacín, el pepino, la sandía o el melón, plantas trepadoras o rastreras de las que existen más de 800 variedades en todo el mundo.
Las calabaceras son plantas que crecen extendiéndose por el suelo en forma de vid, con ramas capaces de colonizar el terreno rápidamente entrelazándose y formando nudos a veces retorcidos. Las hojas, generalmente grandes y anchas, con lóbulos, y cubiertas con un ligero pelillo. Las flores se asemejan mucho a las del calabacín, amarillas o más anaranjadas, con forma de trompeta.
Los frutos o bayas crecen, por lo general, a nivel del suelo, apareciendo entre las hojas y ramas y pudiendo alcanzar un enorme tamaño, según la variedad. Pueden ser redondeadas o alargadas, chatas o con forma de violín, con la piel lisa o rugosa. El color también varía mucho, desde el crema pálido o casi blanco hasta naranjas intensos y toda una gama de verdes. Lo que sí caracteriza a las calabazas es la piel más dura, más o menos gruesa, y un interior que guarda las semillas en el centro, planas.
La carne o pulpa es, por lo general, suave pero no tan blanda como el calabacín o el pepino, y contiene menos agua. Dependiendo de la variedad puede presentar un color más anaranjado o más pálido, con una textura uniforme o fibrosa.
No se conoce el origen exacto de la calabaza, pues resulta muy complejo rastrear un nacimiento único como tal en una planta que en realidad ofrece multitud de variantes y que está distribuida globalmente desde hace milenios. Pese a que el género curcubita pepo sí parece proceder de Mesoamérica, algunos investigadores sitúan otros antepasados de las calabazas actuales en zonas de Asia o África, desde donde se extendería por medio planeta surgiendo y evolucionando a variedades diferentes, adaptándose a cada región.
Sabemos que ya los pueblos antiguos conocían la calabaza, en sus formas silvestres y que también la cultivaban, con numerosos usos más allá del consumo de su pulpa. Muy probablemente, en un principio se apreciarían más por el uso de las semillas y de la propia carcasa del fruto, que gracias a su dureza y forma ofrecía -y ofrece- una gran utilidad práctica como recipiente, herramienta o instrumento musical.
La calabaza vinatera o Lagenaria siceraria sí parece más claro que su origen se sitúa en Asia meridional, aunque se han encontrado restos de su uso ya pertenecientes al XII milenio a.C. en el continente africano y americano. Se considera una de las primeras plantas cultivadas y domesticadas por el ser humano.
El cultivo de la calabaza fue prosperando en zonas cálidas y húmedas, siendo más complejo su desarrollo en climas muy fríos o secos, pues necesita mucho sol y no resiste bien a las heladas. Tampoco hay consenso científico sobre cómo llegarían las primeras calabazas a América; quizá fueron las semillas por mar, o puede que a través de colonizadores.
Tradicionalmente la mejor época de consumo se sitúa desde inicios del verano hasta finales del otoño, si bien, hoy en día, la producción se extiende a prácticamente los doce meses del año. Este gran abanico, unido a los excelentes rendimientos de las calabazas pos-cosecha, nos aseguran poder disfrutar de la hortaliza en cualquier época. Una calabaza sana, entera y con el pedúnculo intacto, se puede almacenar durante meses y meses en un lugar oscuro, fresco y bien ventilado.
La llegada de calabazas tradicionales de otros países, junto con el desarrollo de nuevas variedades y la recuperación de productos locales, hacen complejo establecer un listado completo de todos los tipos de calabaza que hoy podemos encontrar en los comercios. La diversidad de nombres y apodos complican más la tarea, pero sí podemos listar una serie de variedades genéricas más comunes.
En general, la calabaza comparte las mismas propiedades de las hortalizas cucurbitáceas, destacando por ser un alimento con bajo contenido calórico que ronda, según la Base de Datos Española de Composición de Alimentos, las 32 kcal por cada 100 g de porción comestible. Aunque la cifra exacta pueda variar según el tipo de calabaza o su punto de maduración, estamos ante un producto de baja densidad calórica que, sin embargo, resulta muy saciante gracias a su contenido en agua, fibra e hidratos de carbono complejos.
Apenas tiene grasa, está libre de colesterol y aporta, aproximadamente, 1,2 g de proteínas vegetales por cada 100 g. Destaca sobre todo por su aporte de carotenos y vitamina A o retinol, además de folatos y minerales esenciales, especialmente potasio y fósforo, también con un pequeño aporte de calcio, menos reseñable.
Es, por tanto, un alimento nutricionalmente muy rico para incorporar a la dieta de todas las edades, muy recomendable para dietas de adelgazamiento o control de peso, que aumenta la saciedad y ayuda a mantener un buen tránsito intestinal. Su consumo se asocia a efectos beneficiosos en la piel, la vista y la prevención y tratamiento de la diabetes, siempre dentro de una dieta equilibrada. Sus vitaminas tienen acción antioxidante y puede ayudar a prevenir enfermedades cardiovasculares o ciertos tipos de cáncer, como todos los alimentos ricos en carotenos.
El despegue de popularidad entre los consumidores de la calabaza ha propiciado también su aparición en multitud de formatos en los comercios habituales. Como hemos comentado, la variedad cacahuete es la más común y fácil de encontrar; se pueden comprar piezas enteras o porciones, ya envasadas o al peso, si acudimos a una frutería o un mercadillo más tradicional.
En el caso de comprarla entera, conviene elegir un ejemplar que pese, con la piel sin daños visibles, o al menos sin golpes, ni arrugas o grietas. Debe ser firme al tacto y conservar el pedúnculo superior, pues alargará más tiempo la conservación. Si no la abrimos, podemos conservar a temperatura ambiente en un lugar oscuro, bien ventilado y lejos de manzanas y otras frutas que puedan acelerar su maduración. Aguantará así muchas semanas o meses, si las temperaturas son relativamente suaves; las variedades de verano sí conviene tenerlas en la nevera.
Una vez abierta, hay que guardarla sí o sí en refrigeración, en recipientes especiales para verduras o una bolsa perforada, salvo que se vaya a consumir pronto, en cuyo caso podemos depositarla en una fuente o recipiente abierto. También se puede congelar, preferiblemente cocinada o escaldada, aunque dará buenos resultados si congelamos trozos crudos grandes, sin piel, mejor al vacío.
Además, podemos encontrar calabaza en formato de espirales o espaguetis vegetales, mucho más firmes y agradecidos de cocinar que los de calabacín, ya que la calabaza no se pone blanda tan pronto al cocinarla.
Directo Al Paladar