n las últimas semanas, al clásico paisaje que ofrecen las góndolas de los supermercados le están faltando productos. No es en todos los rubros, pero en algunos es notoria la menor oferta, tanto en volumen como en diversidad.
El fenómeno, por cierto, no es nuevo para los consumidores, pero más triste aún es que no hay nada de misterioso detrás de él: es la consecuencia de estirar los controles de precios hasta el agotamiento, cuando la historia económica ha demostrado hasta el cansancio que esa táctica sólo sirve, en el mejor de los casos, para desinflamar en el corto plazo.
El esquema que el Estado nacional mantiene desde hace años demuestra que una cosa es intentar contener la inflación y otra, muy distinta, es bajarla.
En los últimos días, representantes del supermercadismo, en particular de cadenas regionales, se quejaron porque no reciben toda la mercadería para reponer en rubros como aceites, galletas, enlatados y aderezos. Y que eventualmente los pedidos son cumplidos, pero con precios recargados.
Las industrias manufactureras –esquivas a quedar expuestas, ya que fueron las que les pusieron la firma a los acuerdos– advierten que los aumentos de costos ya no soportan más maquillajes. En el último año, la suba de precios en el rubro “alimentos y bebidas” estuvo 10 puntos por encima del índice general de inflación.
Queda entonces en evidencia que imponer controles de precios en forma ininterrumpida en una economía inflacionaria, sin generar respuestas efectivas para atacar las causas profundas de la suba generalizada de precios, provoca una menor oferta en la canasta de los productos regulados, cuyos valores están además presionados por una mayor demanda.
Además, inclina a los fabricantes a eludir el corralito de precios cuidados o máximos con cambios en los envases o en las formulaciones. En definitiva, un remedio vencido para tanta inflación.
La Voz