a Hormiga es uno de esos pueblos selváticos en los que la aparición de la industria petrolera desplazó a la población indígena y le abrió las puertas a una masa desordenada de ingenieros y comerciantes. Bares, ruido, cemento y hoteles con vidrios polarizados. Sin embargo, un poco más adentro, más allá de ese barullo de motos y reguetón, todo es un poco más silencioso.
Unos kilómetros selva adentro, en las tierras cultivables del valle del Guamuez, la vida es lenta y el aire está cargado de expectativa, pues los campesinos se han entregado con fervor al cultivo de una enredadera exótica, de origen asiático, que ha resultado ser uno de los casos de sustitución de cultivos ilícitos más interesantes de las últimas décadas en el país. Se trata de la pimienta.
Hace muchos años, esa zona fértil, famosa por ser uno de los departamentos con más coca en el mundo, dejó de ser una selva virgen y se convirtió en una región parcialmente deforestada que ha pasado por largos periodos de bonanza y crisis, términos que en este territorio parecen sinónimos. Bonanza del caucho-torturas a indígenas. Bonanza de la coca-intensificación de la violencia. Bonanza petrolera-crisis ambiental.
Es una paradoja desesperante, cuyas consecuencias serían, en la mayoría de los casos, una sociedad campesina inmovilizada e indolente. Pero allí adentro, los campesinos están del lado de la resistencia: se asocian, creen en la capacidad productiva de la tierra, apuestan por cultivos diferentes.
Humberto Recalde es el técnico encargado de implementar el programa de Proyectos Productivos de la Unidad de Restitución de Tierras, la FAO y la embajada de Suecia, que busca formar asociaciones productivas en las tierras de las víctimas que han recibido sentencia de restitución y han decidido regresar al campo. Habla como si el español no fuera su lengua nativa, con ese acento un poco cantado de los pastusos. Ese hombre bajito, de cara aindiada, es el único capaz de reunir a todos los cultivadores viejos en un salón de clase o alrededor de una mata de pimienta.
La escena es graciosa. Todos son un poco más mayores que él, pero lo miran como niños. Humberto les habla sobre la importancia de recuperar la selva para conservar el agua. Les explica todo sobre los abonos orgánicos. Les dice que para que su pimienta pueda ser llamada pimienta gourmet , deben bajarle a los residuos químicos y mejorar el proceso del secado y la poscosecha. Ellos escuchan, anotan, le refutan según sus conocimientos tradicionales.
“Todos tienen el agüero de cosechar en luna llena y piensan que todas las plantas son medicinales”, cuenta Humberto, que respeta esa forma ancestral de relacionarse con la tierra, a pesar de ser un técnico con más de 20 años de experiencia en cultivos de pimienta.
Es extraño pensar que en cada uno de ellos, en esas miradas de nuevos aprendices curtidos por la guerra, haya tanta historia: Segundo Salomón Chitán, por ejemplo, tuvo que soportar que su casa en la vereda El Placer se convirtiera en un retén de los paramilitares. El cultivo trasero de Flor Alicia Gualpa era el campo de entrenamiento de los guerrilleros. Y así, sin parar, cada uno tiene cuentos de bombardeos, de desplazamientos masivos, de cilindros bomba, de coca. Pero ahora toda su vida gira alrededor de esta enredadera.
Creo que les hace falta mejorar el proceso de poscosecha para que su producto pueda estar dentro de las muy buenas pimientas a nivel mundial.
“El problema ahora es que la comercialización está muy difícil y la pimienta corriente se vende a 5.500 pesos el kilo, cuando hace unos años llegó a costar 22.000 pesos”, dice Humberto. Él es el encargado de lidiar con la ansiedad que les produce a los campesinos el tráfico de pimienta regular desde el Ecuador, que está causando una caída preocupante en los precios. Pero su tranquilidad, su llamado a la paciencia, tiene una razón de peso: sabe que tiene en sus manos una de las mejores pimientas de Latinoamérica. El oro verde, como algunos la llaman. Y esto último no es una exageración.
Lo dice Felipe Macía, director de sostenibilidad de Crepes & Waffles, que les compra 200 kilos mensualmente. Lo dice Shanti Zamora, fundadora de Sabha Gourmet, una empresa colombiana que investiga con frutos locales exóticos para crear nuevos sabores. Ella les compra 400 kilos al mes. Y lo reafirma el catador francés Romain Laly, exportador y uno de los mayores expertos en este tipo de especias en el mundo.
“El potencial ya está. Cuando fui la primera vez, en febrero de 2018, me llevé varias muestras para Europa y se las enseñé a los mejores chefs de Francia, algunos de ellos con la distinción de Meilleur Ouvrier de France (Mejor Obrero de Francia, el título de mayor prestigio que puede recibir un cocinero) y otros con estrellas Michelin. Olieron las muestras que escogí y acordaron que algunas tenían mejor aroma que la pimienta originaria de Tellicherry, en la India (considerada la mejor pimienta del mundo). Creo que les hace falta mejorar el proceso de poscosecha para que su producto pueda estar dentro de las muy buenas pimientas a nivel mundial”, expresa Romain Laly, desde Francia.
Todos ellos han viajado a la selva para conocer la pimienta del Putumayo y coinciden en que el producto tiene una calidad superior. Los análisis químicos dicen que tiene más piperina (el ingrediente activo), que el aroma es mucho mejor y más equilibrado que el de las pimientas de Brasil y Ecuador.
“Estos campesinos, profundamente sensibles, están cultivando una pimienta muy aromática, con notas cítricas, infinitamente mejor que la que estábamos importando. Tenemos una deuda histórica con ellos, que son los guardianes del territorio, de la cultura y del alimento. Por eso, cuando ellos alcanzan su máximo potencial y se asocian, nosotros nos unimos para jalonar estos procesos y eliminar intermediarios”, dice Felipe Macía, que se encarga de crear alianzas entre los productores campesinos y Crepes & Waffles.
Vamos a posicionar la pimienta del Putumayo en un mercado formal mucho más exigente.
El problema de la demanda prácticamente está solucionado, pues hay más de 20 empresas nacionales e internacionales interesadas en comprarles. Lo que pasa es que todas ellas necesitan pimienta certificada con buenas prácticas agrícolas (BPA), y de las 65 familias restituidas solo algunas cuentan con este sello del ICA.
Para reducir esta brecha, para que su pimienta vuelva a estar a un precio competitivo (más o menos 15.000 pesos por kilo), la Unidad de Restitución de Tierras, la FAO y la embajada de Suecia se unieron para transformar los procesos artesanales de los campesinos en una técnica de cultivo integral, que tenga en cuenta la cosecha, el secado y el almacenamiento. “Vamos a posicionar la pimienta del Putumayo en un mercado formal mucho más exigente”, dice José Gómez, especialista en proyectos productivos de la FAO.
Uno de los más avanzados en este proceso de certificación es don Segundo Salomón Chitán, un hombre bajito y bueno, de 64 años, que siempre carga su machete para poder abrirse espacio en una selva que no deja de crecer. Su tierra, ubicada en la vereda El Placer, fue durante mucho tiempo un retén de los paramilitares, en el que “bajaban a la gente de los carros y la torturaban. Algunas veces las llevaban al interior de la finca y se escuchaban dos disparos y las enterraban”, cuenta Segundo, sereno, con la conciencia de que su finca es como un antiguo cementerio donde hoy nace la vida.
El 7 de noviembre de 1999 llegaron a la vereda El Placer 36 paramilitares que querían tomarse el control de los cultivos ilícitos de la zona. Entraron al mercado del pueblo y les dispararon a 11 personas. Ese día terminaron los hostigamientos de las Farc, pero empezaron los de los paramilitares, comandados por Carlos Castaño. La casa de Segundo Salomón se convirtió entonces en el centro de los enfrentamientos entre ambos bandos.
Fueron tiempos difíciles, porque justo entre el 99 (masacre de El Placer y El Tigre) y el 2006, curiosamente los años de los desplazamientos masivos, aumentaron las aspersiones con glifosato, que arrasaban invariablemente con todos los cultivos. Segundo vivía en un periodo de permanente zozobra, casi sin poder cultivar, hasta que en el año 2003 decidió irse. “Aquí antes de la coca fue lindo, pero la fumigada fue pareja. Esto quedó como una ciudad, blanquito, parejito. Tanto que molestan allá con el medioambiente y acabaron con la fauna y con los árboles”.
En sus idas y venidas conoció a una líder de la región, Elizabeht Mueces, quien le habló de la política de restitución. Formaron una asociación de víctimas, recuperaron sus tierras y muchos de ellos recibieron el proyecto productivo de pimienta. “Cuando yo inicié con esto era mejor que la coca: era una ventana, una ilusión, tenía buen precio. Esto no se puede dejar. Si no se dedica uno, no consigue nada, y ya con el proyecto que tenemos la idea es que vuelva a subir el precio”, dice Segundo con confianza, pues sabe que está cerca de certificarse: solo le falta una zona de barbecho para recibir el sello en buenas prácticas agrícolas.
Ahora don Segundo, ya dueño de su tierra y de su vida, va caminando con un balde en una mano, metiéndose entre el monte, andando entre ceibas y matas de cacao, cada vez más minúsculo entre el verdor que lo rodea. Cruza los riachuelos, con la otra mano tira machetazos a lado y lado para limpiar el camino. Sigue andando un poco más hasta que de repente se abre un claro con un cultivo limpio y bien trazado. Son sus 1.200 matas de pimienta. Va tomando los racimos maduros con la mano suave de un padre. Los tira en el balde. Y mientras sonríe, muestra su diente de oro.
Agropimentera del Valle del Guamuez (Asapiv) es la entidad que reúne a los campesinos de esta zona del Putumayo que han entrado a sustituir con cultivos de pimienta.
Esta asociación de campesinos pimenteros, sin ánimo de lucro, se encarga de comprar y vender la pimienta que cosechan todos los cultivadores del lugar (restituidos y no restituidos).
Para darles un valor agregado a sus productos y reducir los intermediarios, han sacado una línea de pimienta con jengibre, cúrcuma y limón que comercializan en diferentes zonas del país.
El Tiempo