Casi cualquier verdulería de barrio los vende hoy en bandejitas, pero no siempre fue así. Recién en la década del ’40 se empezó en el país con el cultivo de champiñones. Hoy el menú es mucho más amplio y, si bien no son un clásico de la cocina nacional, es razonable incorporarlos conscientemente en la dieta: son altos en fibra –lo que mejora la digestión–, tienen gran cantidad de vitaminas (que varían según la especie) y aportan proteínas de tan buena calidad como la carne, aunque su impacto en el organismo es mucho más benéfico. Prácticamente todas las especies comestibles poseen, además, un efecto benéfico en el sistema inmune. Pero más allá de su creciente importancia gastronómica y de su histórico papel medicinal, los hongos protagonizan aplicaciones cada vez más novedosas en la industria, lo que genera que ya se los denomine la “materia prima del futuro”.
Hay registro de que los pueblos originarios de toda América los consumían, pero su uso estaba más vinculado al aspecto medicinal y espiritual-lisérgico que al gastronómico. En cualquier caso, los recetarios familiares heredaron a los hongos mucho menos de estas experiencias precolombinas que de la inmigración europea. La explosión gourmet que tuvo lugar en las primeras décadas de este siglo abrió el juego para que “hongos” deje de ser sinónimo de “champignones”, y entraron en escena los portobellos, los shitake, las gírgolas y los hongos de pino. Este aprovechamiento aún está muy por debajo de sus potencialidades: hay más de 3000 especies comestibles. La venta online que explotó con la llegada del Covid-19 y la cuarentena los tuvo como protagonistas: “En la pandemia nuestro crecimiento fue descontrolado –relata Milton Muller, productor de hongos y fundador de Hongos Mü–. Producimos bastantes gírgolas pero siempre estamos con faltantes. Siempre hay más demanda que nuestra capacidad de producción. Y eso es así desde hace más de un año”.
Hasta hace poco se los clasificaba dentro del reino vegetal, aunque los estudios contemporáneos determinan que son un reino aparte y que, incluso, están más vinculados al reino animal. Cada día cobra mayor aceptación la propuesta de denominar funga a la diversidad de especies de hongos que habitan una zona determinada, como una categoría equivalente a flora y fauna. La idea surgió de un grupo de científicos entre los cuales se encuentra el argentino Francisco Kuhar, investigador del Conicet: “Hasta el momento, se la llamaba mycobiota o micoflora, un término muy técnico que no se enseña en la escuela. Nunca va a pegar flora, fauna y mycobiota”. El cambio de denominación tiene otros alcances: “Se busca que en las leyes de protección y financiamiento de las investigaciones se pueda incorporar la funga porque en los programas se habla solo de flora y fauna”. La aceptación fue tan grande y tan veloz que ya hay propuestas de legislación en países como Estados Unidos o para la nueva Constitución chilena. Muchas universidades del mundo cambiaron sus portales e incorporaron la palabra «funga» con igual estatus que flora y fauna.
Una atracción, por lo que aún falta conocer, es la científica. La micología es una de las áreas de la biología más extensas y diversificadas, y su potencial es incalculable porque todavía hay niveles de imprecisión muy altos acerca de la cantidad de especies diferentes de hongos que habitan el mundo: se habla de entre 3 y 15 millones. En consonancia, la producción de hongos comestibles experimenta un aumento fúngico: según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), lo elaborado por los 20 principales productores mundiales de hongos y trufas entre 2000 y 2011 se incrementó en un 85,5 por ciento.
A los usos gastronómicos y medicinales que se le dan desde hace milenios se sumaron, en los últimos años, las novedosas aplicaciones industriales que convierten a los hongos en un universo prometedor.
En 2019, la empresa sueca IKEA anunció la introducción de packaging producido a partir de hongos y de cultivo agrícola, en reemplazo de los embalajes a base de poliestireno expandido. Con su potencia de marketing “sustentable”, la compañía de muebles y diseño asegura que así genera una reducción del 90% de las emisiones de carbono y ahorra energía en el proceso de producción, además de la reducción de residuos.
Pero no es necesario ser una transnacional europea para tentarse por las oportunidades que brinda el mundo fungi. El Consejo de Investigación y Extensión Forestal Andino Patagónico, junto con investigadores del Conicet, elaboró un producto que reemplaza al telgopor, que también le permite a la industria maderera patagónica disminuir sus desechos. A diferencia del presentado por IKEA, que se basaba en los hongos como materia prima, este proyecto aprovecha la capacidad de ciertos hongos de transformar estos residuos en un aglomerado de características semejantes al telgopor. El Covid dejó en suspenso ciertas inversiones en este sentido, pero la mejora del escenario pandémico va descongelando también los proyectos sustentables.
Kuhar tuvo participación en esa innovación, aunque sus motivaciones actuales se reorientan hacia el mundo de la alimentación en base a fungi: «Estoy armando una empresa de alimentos derivados de mycelio». Habla desde País Vasco, donde fue a presentar su empresa Innomy. «Estamos lanzando la hamburguesa y después vamos a lanzar los cortes de carne», anuncia. El producto tiene textura, sabor y aroma muy similares a la carne de vaca, pero con proteína de origen fúngico, más saludable. “La idea es lanzarlo en Argentina aunque todavía no encontramos la inversión como la que sí tuvimos en España y otros países europeos”.
Otra de las aplicaciones locales recientes es la del diseñador industrial Silvio Tinello. Elabora cueros y telas en base a hongos y yerba mate. La biofabricación de sillas o las células vivas que crean hilos similares a la seda son algunos de los proyectos que, aunque pase el tiempo, no generan problemas de contaminación. Simplemente se degradan. Tinello toma como inspiración la propuesta de la diseñadora inglesa Suzanne Lee, quien cultiva células bovinas que se dividen y fusionan en un material denso similar a la piel de vaca, un «biocuero» bautizado Zoa con el que diseña camperas sin despellejar animales.
La frase “aburrido como un hongo” está en proceso de franca retirada. Con su silencio y su paciencia, los hongos están conquistando el mundo. Tienen experiencia: la ciencia cuenta con suficiente evidencia de que, tras la lluvia de meteoritos que acabó con los dinosaurios, el reino fungi heredó la Tierra. Desde esa perspectiva, podrían ser los responsables de la vida tal como la conocemos.
Como suele suceder, la tarea de difusión de productos sanos y sustentables choca contra los intereses de quienes vienen trabajando de otra maneras más tradicionales y enquistadas. La mayoría de los hongos comestibles se comercializan en el mundo como suplementos dietarios. Argentina está todavía lejos de elaborar de manera sistemática productos medicinales extraídos del reino fungi porque esa actividad no está legislada. El Código Alimentario Argentino incorporó estas especies recién en 2012. Antes, estaban erróneamente clasificadas como “plantas aclorofílicas”. Todos los hongos comestibles poseen sustancias betaglucano, utilizadas en terapias para prevención del cáncer y para favorecer el sistema inmunológico ante afecciones inmunodepresivas o autoinmunes. Quizás el ejemplo más absurdo de la necesidad de actualizar la legislación esté en el hongo reishi, el que mayor propiedades medicinales tiene y sobre el que más estudios se realizaron en el mundo. Su producción está prohibida en el país. Su importación, no.
La ciencia encuentra en los hongos un terreno fértil de investigación. Son decenas de millones de especies con funcionamientos específicos, propiedades que lo adaptan a diferentes usos de la cotidianeidad, características únicas y una presencia antigua en el planeta.
Los sombreritos, esa parte visible que habitualmente llamamos «hongo», es el órgano reproductor que asoma para esparcir sus esporas, el equivalente fúngico de las semillas. Pero bajo la superficie se extiende la parte más importante, el micelio, una red de filamentos pluricelulares denominados «hifas», que pueden crecer más de 1 milímetro por hora.
De hecho, el ser vivo más grande de la Tierra es un micelio. Una criatura subterránea que crece muy lentamente desde antes de Cristo. Está ubicado bajo la superficie de Michigan, en Estados Unidos. Tiene una edad de al menos 2500 años, un peso de cerca de 400 toneladas (equivalente al de tres ballenas azules) y se extiende a lo largo de 75 hectáreas,
El micelio vive en simbiosis con las raíces de los árboles, con las cuales intercambia los minerales que obtienen del suelo por los azúcares que aquellos producen. Pero recientemente se descubrió que los árboles utilizan esta red como medio de comunicación para enviar señales de alerta o nutrientes a sus congéneres. La más prometedora de las conclusiones de este descubrimiento es que la naturaleza no tiene la competencia ni la supervivencia del más apto como motor –tal el dogma naturalista que se resiste a abandonar los libros de texto– sino que la cooperación ocupa un lugar fundamental en la evolución.