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El boliche de campo que se mantiene vivo luego de 100 años: las historias detrás del lugar que supo ser el centro de vida de una región

Está ubicado en Monje, Santa Fe, y lo atiende Héctor Pérez, tercera generación de bolicheros; la esencia de un espacio que permite viajar en el tiempo

El boliche de campo que se mantiene vivo luego de 100 años: las historias detrás del lugar que supo ser el centro de vida de una región
viernes 12 de abril de 2024

“Hágame un sandwich don Héctor”, pide un trabajador rural que se acaba de bajar del tractor y encontró en el Boliche de Pérez la posibilidad de un almuerzo rápido para seguir sus tareas en el campo. Este lugar está a escasos kilómetros de Monje, Santa Fe, en la zona rural. 

Héctor Pérez es el dueño de este boliche que cumple 100 años. De lunes a viernes se encarga de todo, vende cosas de almacén y prepara la picada con el vermú. Los fines de semana llega a tener más de 100 personas y su familia lo ayuda.

 

Mientras el calor azota contra el centro santafesino, adentro del boliche se respira frescura. El techo alto, de ladrillos, la luz tenue, el piso, todo combina para que las altas temperaturas no se sientan. Un oasis en la pampa húmeda.

La construcción está original. “No se tocó nada”, contó el dueño del boliche a Agrofy News. El edificio tiene más de cien años, según le contaron vecinos y sus familiares, el abuelo lo compró en 1924 y ya tenía 60 años.

Es tercera generación de bolicheros. Tomó las riendas del lugar en 1980 y mantiene a flote un negocio que sobrevivió al cambio de contexto económico y agropecuario.

Mientras Héctor se va al fondo a buscar el fiambre para hacer el sandwich, el trabajador rural le sigue comentando cómo viene el día. Por un instante, todo quedó en segundo plano.

Solo Héctor y él parecían estar en ese boliche centenario que conserva los sabores y relatos desde que se construyó en 1860 aproximadamente. En las paredes, conservar el recorte de notas en los diarios, la visita de León Gieco y de Quique Pesoa. También guarda la letra de una canción que le hicieron paisanos amigos. “Terrible el calor. Igual, estos treinta y pico de grados están mejor que los 40 del año pasado”, comentó el hambriento hombre para que la espera se haga llevadera.


 

 

A lo lejos, Héctor asintió. Porque si hay algo que nunca cambió es que el cliente tiene la razón. La conversación sobre el clima animó la soledad del lugar. El boliche está cerca de Monje, un pueblo de 2000 habitantes, pero está rodeado de campo. El ruido de los pájaros son el sonido ambiente en una jornada semanal donde el movimiento no es mucho. 

La radio no funciona. Se sulfataron las pilas, pero no las cambia para no amargarse con las noticias. Sus clientes traen las novedades.

Pérez cuenta que tiene personas que vienen a comprar cosas de almacén, desde alimentos hasta alpargatas, y otros a beber una copa. Sin embargo, el fuerte son los sábados cuando gente del campo y la ciudad se acerca a distenderse.

Para él, se trata de un lugar tradicional, histórico, antiguo, que quedó en la zona. “Un lugar tradicional y apreciado por la gente”, define.

 

Este boliche hoy está aislado, pero supo ser el centro de vida de una región. Alrededor de 1860 se construyó este lugar. Un boliche más de los tantos que había en la zona, pero que la familia Pérez supo mantener hasta la actualidad. 

Por delante está el camino rural, pero no uno cualquiera. Se trata del camino real. Esa vía de comunicación con el Alto Perú que antes pasaba por la ciudad de Santa Fe.

Sobre ese camino se montó un asentamiento. Estaba la comisaría, algunas casas, la plaza, el boliche, el club y la posada donde se hacía el cambio de diligencia. Todo era vida y movimiento en la zona del boliche. Hoy está solo frente a las hectáreas y hectáreas de cultivos.

 

Pérez recuerda que cuando tomó el mando del negocio tras el fallecimiento de su padre, los tambos y la vida rural hacían que haya otro movimiento. Con la llegada de la soja y los cambios en la forma de producir, la migración a las ciudades o pueblos se volvió una tendencia.

Este contexto afectó el negocio de la familia Pérez, pero lo pudieron mantener. Héctor asegura que es el único boliche que queda realmente. Esto se lo aduce a la antigüedad, la continuidad, la ruralidad y a que la construcción es original.

Héctor lamenta no haber grabado todo lo que le contaron acerca del lugar. Si bien no conoció a su abuelo, quien fue el primer Pérez en el boliche en 1924, sí escuchó las historias de su padre, que se hizo cargo en 1942. Los bailes de campo en el patio del boliche y la movilidad alrededor del paraje.

A pocas cuadras de la casa, vivía una señora que cuando Héctor tenía siete años, le contaba anécdotas del lugar. Esta mujer, entre tantas historias, le contó que a los presos los ponían durante días en la plaza para que todos lo vieran. “Ella no aguantaba el sufrimiento y les daba comida de noche”, recuerda.

 

Todas esas historias a Héctor le gustaría tenerlas más frescas. Menciona que hoy se valora más lo antiguo, la historia, y, en parte, atribuye a ese interés la visita de forasteros al boliche.

Los sábados previos a la pandemia llegó a recibir 300 personas. Hoy son menos, pero todos vienen a disfrutar de la calidez del lugar y del “mejor”  fernet con coca como se lo conoce en la zona.

La inseguridad y el calor, ya que las heladeras a gas les cuesta enfriar, hizo que no abra los domingos y acorte las horas de trabajo. La inseguridad también le llegó y después de un robo violento decidió modificar los horarios.

En este centenario, Héctor mantiene viva la tradición. Abre de lunes a viernes durante la mañana y la tarde. Los sábados se convierte en el punto de encuentro de la región

 

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