Por Agroempresario.com
En una esquina del barrio porteño de Villa Santa Rita, donde el tiempo parece correr con más calma, un clásico de la ciudad volvió a abrir sus puertas. Se trata de El Tokio, bar notable con casi un siglo de historia que reabre con una combinación de nostalgia y visión moderna, gracias al impulso de dos amigos que dejaron atrás el mundo financiero para devolverle la vida a un ícono barrial. Martín Conte y Miguel Ángel Feas se conocieron trabajando en un banco. Aunque los separaban casi dos décadas de edad, compartían algo fundamental: la pasión por los proyectos que trascienden lo cotidiano. Esa complicidad, primero forjada entre balances y transacciones, terminó sellándose en una aventura que mezcla amistad, memoria y vocación gastronómica.
Martín tenía claro que lo suyo no era estar detrás de un escritorio. Su tiempo libre lo dedicaba a recorrer cafés, bodegones y bares de Buenos Aires, soñando con cambiar de rumbo. Miguel, por su parte, estaba ligado a un destino que llevaba en la sangre: su padre, Jesús, había llegado desde Galicia a mediados del siglo XX y había encontrado trabajo y hogar en El Tokio, cuando aún era un bar para trabajadores en una zona de tambos y fábricas de ladrillos. A los 16 años, comenzó lavando copas y durmiendo en el depósito. Medio siglo después, era el dueño.
“Yo nací acá. Viví mis primeros años en el cuarto que había sido el depósito del bar. Caminaba entre las mesas, tironeaba los manteles. Me sacaban por la ventana para que no rompiera nada”, recuerda Miguel, con una sonrisa cargada de emoción. Para él, recuperar El Tokio no era solo un emprendimiento: era una misión personal. Una forma de honrar la historia de su familia y de su barrio.
Martín fue el primero en salir del sistema bancario. Se dedicó a gestionar bares y cervecerías. Pero, entre reuniones de excompañeros, siempre volvía la conversación sobre El Tokio. Y cuando en 2023 el bar bajó las persianas, Miguel lo sintió en el cuerpo. “No sé cómo explicarlo, pero sentí que tenía que hacerme cargo”, confiesa. Así, se reencontró con Martín y juntos decidieron poner en marcha la restauración.
El bar había sido alquilado a otros administradores por más de 15 años, pero siempre conservó algo de su esencia. Cuando finalmente cerró, ellos decidieron no dejar que muriera. La obra les llevó un año. “Fue eterno, pero pusimos el cuerpo todos los días”, cuenta Martín. Recuperaron el toldo original, restauraron carpinterías, pisos, vidrios, espejos y cuadros. Todo fue pensado para preservar la identidad del bar. “Ninguno es arquitecto, pero queríamos sentir y dirigir la obra. Fue una puesta en valor patrimonial”, dice Miguel.
A medida que el espacio recuperaba su brillo, también lo hacía la propuesta gastronómica. Martín se encargó de armar un equipo que entendiera el proyecto como propio. Querían ofrecer un menú de calidad, accesible, pensado tanto para los históricos clientes del barrio como para quienes se acercaran por primera vez. “El desafío era estar a la altura de lo que representaba El Tokio. No podía ser cualquier cosa”, agrega.
La reapertura generó una ola de expectativa. En redes sociales, los vecinos compartían recuerdos, fotos antiguas y preguntaban cuándo volvería a abrir. Durante la obra, con las ventanas abiertas, los transeúntes se asomaban para espiar los avances. “Sabíamos que nos estaban esperando. Y eso es una responsabilidad. Queríamos proponer algo que pudiera sostenerse en el tiempo, que no fuera solo un boom pasajero”, explican.
El Tokio, fundado en 1930, sobrevivió a dictaduras, crisis económicas y cambios sociales. Siempre estuvo en la misma esquina. Miguel y Martín lo definen como parte del “tejido social” de Villa Santa Rita. No quieren convertirlo en un lugar de moda efímero, aunque tampoco le cierran la puerta a nuevos públicos. “Queremos atraer turistas, gente joven. Pero sin dejar de ser lo que siempre fue”, asegura Martín.
El fenómeno de los bares históricos revalorizados fuera de los polos tradicionales como Palermo o San Telmo crece, sobre todo desde la pandemia. “Hoy, en cada barrio, encontrás cafés de especialidad, bodegones, propuestas gastronómicas con identidad local. Nosotros creemos que El Tokio puede ser parte de esa nueva movida, sin perder su alma”, dice Martín.
En ese espíritu, el bar abre de lunes a sábado de 8 a 20, aunque ya planifican extender el horario a la noche y sumar los domingos. Quieren ofrecer cenas hasta la medianoche y actividades culturales. También están organizando una gran fiesta abierta para celebrar los 95 años del bar, con vecinos, músicos y clientes de siempre.
La historia del Tokio está atravesada por anécdotas entrañables. Maradona, Carlos Garaycochea, el Polaco Goyeneche y Saúl Ubaldini pasaron por sus mesas. Hoy lo hace el Tata Cedrón. Y cada día, los nuevos dueños descubren recuerdos escondidos entre las paredes. “El otro día vinieron seis señoras que se reencontraban después de años. Tres me dijeron que me habían cambiado los pañales”, cuenta Miguel, entre risas. “Me reencontré con historias de mi padre, de los primeros clientes, con las raíces de mi familia”.
Durante este primer mes de reapertura, ya pueden identificar a los parroquianos históricos, que eligen siempre la misma mesa, y a los nuevos visitantes, que se acercan con laptops o buscan probar el menú del día. “El barrio nos recibió con los brazos abiertos”, dice Martín. “Pero también queremos que El Tokio sea un destino en sí mismo, un lugar que convoque por su propuesta”.
La sociedad entre ambos fluye con naturalidad. Miguel aporta la memoria afectiva, la conexión con la comunidad y la sensibilidad barrial. Martín suma la experiencia en gestión, la mirada comercial y la organización del equipo. “Lo nuestro no es solo un negocio. Es una apuesta a revalorizar la historia. Aunque económicamente no fuera un éxito, ya ganó por todo lo que significa para nosotros”, asegura Miguel.
El Tokio vuelve a brillar en la esquina de Gaona y Caracas. No como una postal del pasado, sino como un puente entre generaciones. Una esquina porteña que supo sobrevivir a todo y que hoy, con paredes restauradas y café caliente, demuestra que algunos lugares no cierran nunca: apenas se toman un respiro.