Por Agroempresario.com
En los empinados viñedos de Gualtallary, Valle de Uco, emergió hace dos décadas un concepto que iba más allá de simplemente plantar vid en altura: apuntar al terroir como eje de identidad. Hoy ese concepto evoluciona hacia algo más complejo: un laboratorio vivo de interpretación de suelo, clima, vigor vegetal y genética, al que llaman “Terroir lab”.
La bodega Antigal, pionera de la zona, celebra 20 años de su Malbec insignia. Para su viticultor Matías Casagrande y la enóloga Paula González, el desafío ha sido siempre integrar el trabajo de campo con la bodega. Pero el salto tecnológico requerido los llevó a sumar equipos interdisciplinarios: geofísicos, climatólogos y doctores en ciencias biológicas que aportan datos, modelos y análisis precisos.
“Ya no tiene sentido pensar en agrónomos por un lado y enólogos por otro”, afirma Casagrande. “Estamos aplicando lo que denominamos viticultura interpretativa, donde cada lote, cepaje y terroir se interpreta y se maneja para lograr la máxima expresión del lugar”.
La bodega realiza estudios simultáneos de:
Toda esa data fluye hacia decisiones de manejo —dosis de riego, fertilización, poda— diseñadas para cada sector del viñedo. En Gualtallary, donde las diferencias de suelo pueden existir a metros de distancia, este enfoque es crucial.
La vendimia 2025 fue un caso concreto: lluvias escasas y altas temperaturas adelantaron las cosechas. En Antigal, la vendimia comenzó el 22 de febrero, medida poco habitual. Pero gracias a la vigilancia climática combinada con la interpretación del vigor y la sanidad, pudieron escalonar la recolección, optimizar rendimientos y lograr un volumen que superó en 16 % al año anterior en fincas propias.
Los números: 1.558.961 kilos cosechados, donde el 60 % fue Malbec, 30 % Cabernet Sauvignon y 7 % Chardonnay. Esa mejora no habría sido posible sin un modelo de integración total entre suelo, clima, genética y manejo.
Para Casagrande, la ruptura conceptual de separar agrónomos de enólogos ya no tiene sentido. En su visión, se requiere una fusión de roles dentro de un equipo multidisciplinario que interprete el viñedo desde diversas perspectivas. “Hoy trabajo con geofísicos, con climatólogos, con biólogos. El foco es la metodología: interpretar cada terroir, cada cepaje, para optimizar”, señala.
En su experiencia de 17 años, nunca vivió la etapa de “agrónomo solo en campo, enólogo solo en bodega”. Pero reconoce que ese paradigma existió. Ahora la industria y el consumidor demandan transparencia: que se cuente qué pasa en el viñedo, cuál es la lógica detrás del vino.
Ubicados en el Valle de Uco, con influencia de los departamentos de Tupungato, Tunuyán y San Carlos, Antigal aprovecha condiciones elevadas (1.200–1.600 msnm) que le otorgan amplitud térmica y carácter a la uva. Aunque algunas zonas de Mendoza se tornan más áridas o saturadas, las montañas del oeste permiten diferenciar parcelas por microterroir con más claridad.
Casagrande reconoce que los recursos humanos son un reto: no solo faltan ingenieros agrónomos, sino técnicos que combinen innovación, capacidades de manejo de datos, IA y plataformas agrícolas modernas. Por eso considera urgente que las universidades orienten más sus carreras hacia esas habilidades emergentes.
La polilla de la vid (Lobesia botrana) aparece como un riesgo latente y grave. Casagrande no duda: “Le pongo color negro al semáforo”. Pero valora que se han reactivado campañas estatales —a través de Iscamen y SENASA— que distribuyen feromonas para control en bloque de forma gratuita. “Había falta de controles y laxitud. Esa ayuda estatal es una herramienta clave ahora”, afirma.
En cuanto a tendencias, Antigal ya prueba vinos low alcohol (no cero) en blancos y rosados, anticipándose a nuevas demandas del consumo. También defiende la cosecha mecánica como aliada: más rápida, con ventanas más controladas de temperatura nocturna y menor tiempo de arribo a bodega. Reconoce riesgos —rotura de hileras, calibración— pero la eficiencia que brinda en un viñedo grande es difícil de igualar manualmente.
Sobre maquinaria y precisión, Casagrande ve un futuro donde la viticultura adopte prácticas comunes en los cultivos extensivos: georreferenciamiento masivo, modelos de evapotranspiración, sistemas de riego variable, sensores conectados. Eso permitiría que cada cepa reciba exactamente lo que necesita, cuando lo necesita, sin desperdiciar recursos ni uniformar un viñedo complejo.
El “Terroir lab” no es solo una estrategia: es una declaración de intenciones. Requiere inversiones, infraestructura, sensores, gente capacitada y cultura de interpretación. Pero para bodegas que quieren destacar en mercados globales donde se valora la singularidad del vino, la apuesta es justa.
La clave estará en que el consumidor conozca esa historia detrás de la etiqueta: no solo el nombre de la variedad o la añada, sino qué suelo, qué microclima, qué decisiones gestionaron ese vino. Esa narrativa, respaldada por ciencia, puede ser la diferencia entre un vino más o un vino con carácter distintivo.
Terroir lab puede ser la herramienta de transformación que lleve a las bodegas mendocinas —y argentinas— a un nuevo nivel de sofisticación, autenticidad y competitividad en un mercado global exigente.