Hay muchos inventos que por más innovadores que sean, es muy difícil que tengan futuro. Para que una buena idea se desarrolle con éxito, es necesario contar con una visión a futuro positiva y un escenario de trabajo que fomente el crecimiento a pesar de cualquier tipo de adversidades.
Observemos el ejemplo de Douglas Engelbart. Este inventor estadounidense, que quizás no es tan reconocido como debería, fue quien lanzó el primer prototipo de ratón o mouse en la década del sesenta, que hoy se utiliza en la mayoría de las computadoras de escritorio que tenemos en nuestra casa u oficina.
Como estudiante de Ingeniería Eléctrica del Instituto de Investigación de Stanford, Engelbart llegó a la conclusión de que la forma en la que los seres humanos estaban interactuando hasta el momento con las computadoras era ineficaz. Así, combinó una serie de teclados y palancas de mando, creando un artilugio denominado “el bicho”, que contaba con dos ruedas perpendiculares y controlaba a distancia un indicador que aparecía en la pantalla.
En 1966, la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA, por sus siglas en inglés), puso a prueba el invento, calificándolo como una de las piezas tecnológicas más eficientes del mercado. Dos años después, Engelbart –en compañía de Bill English– creó un artículo denominado “ratón”, que expuso ante un auditorio de más de mil personas en San Francisco.
Si bien el ratón se perfilaba para ser un éxito, cinco años más tarde Engelbart perdió su financiamiento, y varios miembros de su equipo, incluido English, se fueron a trabajar a Xerox.
En 1979, Steve Jobs le ofreció a Xeron acciones en su compañía Apple, con el objetivo de observar qué era lo que se estaba elaborando dentro de su centro de investigación. Durante una prueba con una computadora personal, Jobs –que por entonces tenía 24 años– quedó impresionado por el ratón, por lo que suspendió el trabajo de uno de sus equipos de ingenieros para que lo optimizara y lo lanzara como un producto bajo el sello de la manzanita.
Como el Instituto de Investigación de Stanford era dueño de la patente original, Engelbart jamás recibió un centavo por las ventas de los ratones, que –valga la redundancia– fueron multimillonarias. El inventor estuvo adelantado a su época, pero su creación requirió de la visión y personalidad de un hombre revolucionario como Jobs para llegar a buen puerto.
Stephanie Kwolek fue una química polaca nacionalizada estadounidense, que en 1965, mientras investigaba fibras sintéticas –debido a su amor por la industria textil–, descubrió una solución más fuerte que el acero, pero tan ligera como la fibra de vidrio, que actualmente se conoce como Kevlar. Esta hebra hoy en día tiene más de 200 usos diversos, entre los que se destacan llantas, guantes de cocina, chalecos antibalas, trajes y naves espaciales.
Cuando Kwolek soñaba con desarrollar sus fibras, sus colegas se rehusaron a que realizara las prácticas correspondientes porque tenían miedo que las máquinas se atasquen. En 2014, el día se su muerte, el ejército norteamericano publicó en su honor: “Descansa en paz. Gracias por inventar Kevlar y salvar la vida de nuestros soldados”.
Durante la década de los cincuenta, el cineasta estadounidense Morton Heilig soñaba con crear una experiencia sensorial envolvente para atrapar de forma más íntima al público del séptimo arte. Así fue que en 1957 creó el “Sensorama”, que era una máquina de video 3D que permitía que la audiencia experimentara las propuestas sensoriales de una forma más real y cercana. Como Heilig era muy ambicioso, se reunió con Henry Ford, quien a pesar de ver cierto potencial, no reparó demasiada atención en su invento.
Si bien el “Sensorama” acabó abandonado en el patio trasero de su casa por un tiempo, el artista no se dio por vencido y en 1960 patentó un casco de video en tres dimensiones denominado “Máscara telesférica”.
Hoy en día, ese casco se emplea en la industria de la realidad virtual, que para 2022 prevé ganancias de más de 170 mil millones de dólares. Debido a que Heilig murió en 1997 no pudo vivir en carne propia las mieles del éxito.
Tanto Heilig como Engelbart pensaron en algo novedoso en el momento equivocado. En cambio, el estadounidense Wilson Greatbatch ideó su producto en el momento y el lugar preciso.
Lo que el ingeniero estaba tratando de crear era algo que escuchara y grabara el sonido del corazón humano. Su invento fracasó, ya que al intentar de grabar los impulsos eléctricos del órgano usó una resistencia que no era del tamaño apropiado. En vez de grabar, su máquina produjo un pulso eléctrico propio, dando origen al marcapasos. Ese error lo llevó a salvar –y seguir salvando– millones de vidas alrededor del mundo. Actualmente, su compañía fabrica el 90% de las baterías de los marcapasos del mercado.