arolina Cendra es dueña de una “chacra”, un pequeño campo de diez hectáreas situado a 20 kilómetros del pueblo de Napenay (provincia del Chaco), donde produce zapallo, mandioca, frutales, lo que allí se denomina “cultivos de servicio”. Su relato merece ser escuchado: “Hace alrededor de cuatro años tuve un problema serio de salud, diarreas y cólicos que no me dejaban dormir. Los médicos no sabían decirme de qué se trataba. Al final estuve internada casi un año: era una intoxicación intestinal provocada por los agroquímicos que contenía el agua de mi casa”.
Esta denuncia no es un hecho excepcional. Como en tantos otros lugares del Gran Chaco argentino, el agua es un elemento escaso que obliga a extremar las medidas para juntarla en la temporada de lluvias: “Tenemos un tanque de unos 3000 litros en el techo de casa”, prosigue Cendra, “y de ahí sacamos el agua para beber, cocinar, ducharnos o darles a los animales”.
La chacra de Carolina Cendra está rodeada por grandes campos donde se cultiva soja, maíz o trigo. “Hace unos cuatro años comenzaron las fumigaciones. El avión pasaba todo el tiempo por arriba de mi casa. El primer efecto fue que las hojas de los zapallos empezaron a morirse como cuando caen las heladas. Después empecé a sentirme mal yo. No solo fue lo del intestino, a todos en casa la piel se nos ponía roja y nos picaba horriblemente después de bañarnos. Hicimos denuncias, vinieron a analizar el agua, la del tanque y la del pozo: estaba muy contaminada por agroquímicos. Y aunque logramos que ya no fumiguen con aviones, los efectos continúan hoy. Yo tengo que cuidarme mucho en las comidas y mi hija mayor tiene problemas respiratorios”, cuenta Carolina.
La contaminación de las fuentes de agua en el Gran Chaco argentino reconoce orígenes diversos: las fumigaciones con agroquímicos, consecuencia directa de una deforestación que ya cubre cinco millones de hectáreas y que es seguida por la expansión de la agricultura y la ganadería intensivas es la principal pero no la única; también se deben sumar los contaminantes provenientes de desechos industriales y explotaciones petroleras, metales pesados que descienden desde la cuenca alta del Pilcomayo, y arsénico diluido en las napas más profundas. Cuatro problemas que generan una mezcla explosiva y afectan a todos los ámbitos de la vida.
Mongabay Latam aborda en esta segunda entrega del especial La eterna lucha por el agua en el Gran Chaco Argentino, el impacto de la contaminación del agua sobre el medio ambiente, la biodiversidad, las áreas protegidas y los habitantes del lugar. Sus efectos se suman a los provocados por la pérdida del monte y la alteración de los suelos, elementos claves para explicar los ciclos cada más más extremos de inundaciones y sequías que se analizaron en la primera entrega de este especial.
“En Colonia Elisa hay un productor, Jorge Goujón, que tiene un extenso campo donde siembra sorgo, maíz y soja. El río Negro pasa por su finca, recorriendo unos 40 kilómetros. Hace alrededor de siete años desmontaron todo, incluida la costa del río. No solo usan agroquímicos: tiempo atrás, cuando Martín, uno de los hijos, fue directivo de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid), ellos eran ‘demostradores’, hacían las pruebas para enseñarles a otros agricultores”. Ramón Ríos, Moncho, es el actual titular de la Federación de Pequeños Productores del Chaco. El relato le sale casi sin respirar, resulta imposible interrumpirlo. Solo entonces toma aire y lanza la denuncia final: “Todo lo que tiraban iba al río. Nunca nadie les dijo nada. Solo cuando nosotros presentamos varias protestas frenaron un poco”.
Ríos conoce de primera mano uno de los dos peores flagelos que enfrenta la ecorregión —el otro es la deforestación—, por eso enumera las que considera son las cuatro partes que componen el problema: poder económico, ambición desmedida, connivencia con las autoridades y absoluta falta de respeto por la salud del entorno.
El citado Martín Goujón, en cambio, sostiene que la realidad es diferente: “Nosotros seguimos las buenas prácticas agrícolas”, afirma convencido, y enumera: “Utilizamos los productos autorizados, guardamos los envases para que se los lleve la empresa encargada de su recolección, tenemos en cuenta la velocidad y la dirección del viento en los días de aplicación, regulamos las máquinas para que las gotas tengan el tamaño adecuado, caigan sobre las hojas de nuestros cultivos y no se vayan al campo del vecino…”. Goujón, que es ingeniero agrónomo, asegura que la finca ya estaba deforestada en un 50 por ciento cuando la compró su padre: “Después desmontamos la otra mitad, pero dejamos una cortina de monte para proteger el río”.
“El hecho de que no exista una ley nacional que regule las fumigaciones es un problema grave”, plantea Mariana Schmidt, socióloga e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). En efecto, la única regla que abarca a todo el país en esta materia apunta a la gestión de los envases una vez vacíos, aunque en algunas zonas su implementación y control resulta prácticamente imposible. “En el Chaco salteño hay muchísimos lugares alejados de las rutas pavimentadas y de difícil acceso. Hay denuncias sobre vuelcos en canales, de envases tirados a la vera de un camino o al costado de un curso de agua, ¿quién puede controlar lo que se hace ahí adentro?”, se pregunta Schmidt, autora junto a Virginia Toledo López de un estudio sobre Impactos ambientales y conflictos por el uso de agroquímicos en el norte argentino.
Las regulaciones quedan entonces a expensas de las leyes provinciales, pero entonces surgen otros inconvenientes. Las de Santiago del Estero y Santa Fe datan de la última década del siglo pasado, antes de que comenzara la expansión de la frontera agroganadera. Chaco aprobó en 2012 la actualización de su Ley de Biocidas, y un año después Salta también le dio un marco legal a la situación, aunque en todos los casos el resultado parece ser insuficiente y la implementación, según expertos y habitantes de la zona, altera en el camino buena parte de la esencia de las normas.
La ONG Naturaleza de Derechos, cuya meta es la lucha en defensa del medio ambiente desde los despachos judiciales, pudo determinar a partir de sus propios datos y de un estudio de las consultoras Pampa Group e Investigaciones Económicas Sectoriales que en 2018 se utilizaron 525 millones de litros/kilos de agrotóxicos en el país. Esto significa 45 millones más que en 2017 y 160 millones más que en 2014, año en el que CASAFE, la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes que reúne al 80 % de las empresas del sector, brindara los últimos datos oficiales con los que se cuenta.
El abogado Fernando Cabaleiro, miembro de Naturaleza de Derechos, no duda en calificar de “ecocida” al agronegocio. “Miles de componentes biológicos están desapareciendo. En Europa entraron en alerta ante el declive de insectos que están observando”, señala en un artículo publicado en junio de 2019. Las abejas, cuyo descenso ha sido notable en los últimos años, parecen ser las primeras víctimas en Argentina. Para tener una idea más clara, entre el 2010 y 2018, según la ONG Naturaleza de Derechos, el número de colmenas de abejas en el país descendió un 44 %, al mismo tiempo que el uso de agroquímicos crecía en un 60.
“Los herbicidas y demás productos agroquímicos matan las abejas. Esto es así, pero para mí es un error conceptual responsabilizar al productor agrícola si eso ocurre”, sentencia sin embargo Pablo Chipulina, productor de miel orgánica y coordinador del Plan Apícola Provincial del Chaco, para explicar a continuación que “existen herramientas tecnológicas para hacer que ambas actividades convivan sin problemas, solo que el Estado debería proveerlas”.
Chipulina, cuyas colmenas se encuentran en el Departamento Güemes, en el norte de la provincia, hace referencia a un sistema de geolocalización de colmenas que los aplicadores de agroquímicos podrían cargar en sus equipos para evitar la fumigación en lugares donde se sepa que hay abejas. Esto habitualmente no sucede, y entonces los daños se dan por partida doble: “Al hecho directo y visible de matar las abejas se suma el indirecto, que es la aparición de residuos de glifosato en la miel”, dice el dirigente apícola.
En todo caso, el panorama futuro en la aplicación de los agroquímicos no parece ser alentador. La Prospectiva Agrícola 2030, elaborada por la Subsecretaría de Agricultura de la Nación y basada en el Plan Estratégico Agroalimentario 2020, prevé para la próxima década un aumento de las tierras destinadas a los cultivos, básicamente de cereales y oleaginosas con el objetivo declarado de incentivar la producción.
El glifosato, la atrazina, el AMPA, el 2,4D y demás productos, que están prohibidos en buena parte del mundo pero autorizados en Argentina, provocan efectos nocivos en los suelos. Buena parte de estas consecuencias fueron tratadas en profundidad en el primer artículo de esta serie, pero además, en toda la región del Gran Chaco han comenzado a aparecer cada vez con mayor frecuencia malezas resistentes al glifosato. “Esto obligó a aumentar las dosis y a combinar su utilización con otros herbicidas”, señala Ana Álvarez, ingeniera agrónoma e integrante de la Red Agroforestal Chaco Argentina (REDAF). “Hubo en general un abuso de la tecnología y del uso del glifosato; y por otro lado no se realizó la rotación de cultivos necesaria”, admite Martín Goujón para explicar el origen de dichas malezas.
Rafael Lajmanovich, profesor titular de Ecotoxicología en la Facultad de Bioquímica y Ciencias Biológicas de la Universidad del Litoral, sostiene que “en el mercado agrícola argentino coexisten alrededor de 107 productos cuya interacción se desconoce”.
Monga Bay