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Atalaya, el renacer de un clásico: cómo dos primos salvaron las medialunas más famosas del país

Castoldi y De Cicco reinventaron Atalaya y apuestan a franquicias sin perder el alma familiar

Atalaya, el renacer de un clásico: cómo dos primos salvaron las medialunas más famosas del país
lunes 21 de abril de 2025

Por Agroempresario.com 

Por la Ruta 2, en el kilómetro 113,5, donde la provincia se convierte en promesa de vacaciones, el aire se llena de un aroma inconfundible: azúcar, manteca y masa recién horneada. Allí se alza Atalaya, el parador que desde 1942 es una postal obligada para generaciones de viajeros. Pero detrás del mito de las medialunas más famosas del país hay una historia de crisis, legado y resurrección que hoy encabezan Juan Castoldi y Cristian De Cicco, jóvenes empresarios que recuperaron el negocio familiar y lo proyectan con un ambicioso plan de franquicias.

“Esto es sangre, sudor y lágrimas”, repite Juan, tercera generación al frente de la firma. No es una metáfora exagerada. Hubo años en que pagar sueldos parecía una hazaña, y cada peso era contado, literalmente, con un termo lleno de monedas.

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Un origen español y una herencia con sabor a lucha

Atalaya nació de la mano de dos primos españoles que montaron un bodegón rutero. Servían comida de olla, criaban sus propios cerdos y ofrecían pesca fresca. Diez años después, el emprendimiento pasó a manos de los abuelos de Juan y Cristian, quienes mantuvieron el negocio en el mismo lugar que hoy ocupa: el kilómetro 113,5 de la Ruta 2, en Chascomús.

En los años ‘70, con el auge del turismo y el teatro de revista en Mar del Plata, el parador empezó a tomar notoriedad. Pero fue en los ‘90, con la construcción de la autovía, cuando las medialunas de Atalaya se volvieron parte del ritual colectivo de cada viaje hacia la costa.

“Nuestra medialuna no es como la porteña ni como la marplatense. Tiene identidad propia”, dice Juan con orgullo. Y esa singularidad fue el ancla para sostener la marca en medio de la tormenta.

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La caída: herencias truncas y administración a la deriva

El padre de Juan, proveniente de YPF, llevó profesionalismo al parador. Pero falleció en 2007, dejando un vacío difícil de llenar. En 2010, se retiró otra figura clave y comenzó la debacle. Sin una conducción firme, la empresa quedó en manos inexpertas. “No hubo corrupción ni escándalos, pero sí desidia”, resume Cristian.

En ese período, Atalaya acumuló más de 80 juicios laborales, embargos de la AFIP y una reputación en caída. “Llegamos a tener que pagar los sueldos en cuotas, embargados, trabajando con cuentas en descubierto. Era sobrevivir día a día”, recuerda Cristian.

Para seguir adelante, necesitaron inyectar más de 1.300.000 pesos, no para crecer, sino para que la empresa no quebrara. Tenían 25 y 28 años. El tercer socio en la conducción fue Jorge Felices, presidente de la compañía y una figura experimentada. “Él era el complemento que necesitábamos”, dice Juan.

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La batalla cultural: recuperar la confianza

Pero más allá del rojo financiero, el mayor desafío fue recuperar la mística. “La gente ya no quería trabajar en Atalaya. Había desconfianza, maltrato, una cultura quebrada”, cuenta Juan. La primera respuesta fue arremangarse: limpiaron baños, sirvieron mesas, reemplazaron mozos. “Eso cambió todo. Vieron que no éramos sobradores. Que estábamos comprometidos.”

La reconstrucción fue paso a paso. Simplificaron la carta, eliminaron platos viejos y se enfocaron en lo esencial: café y medialuna caliente. “Teníamos que saber quiénes éramos para poder crecer y franquiciar. No podés replicar algo que ni vos entendés”, explica Cristian.

La expansión: franquiciar sin perder el alma

Con la producción centralizada en Chascomús, el sistema de franquicias se montó con un eje clave: mantener la calidad. “No vendemos una medialuna. Vendemos una experiencia. Y el sabor es innegociable”, aseguran.

Pero hay un punto aún más sensible: el factor humano. “No le damos la franquicia a cualquiera. Hacemos lo que llamamos ‘escaneo del alma’. Tiene que ser buena gente. Esto es la marca de nuestros abuelos”, explica Juan.

El primer gran hito fue una franquicia en La Plata. “Tardamos tres años en dar el paso. Un interesado esperó dos años. Y cuando abrimos, sentimos que por fin algo empezaba a cambiar”, relata Cristian.

Hoy Atalaya tiene presencia en rutas, shoppings y ciudades del país. Pero su corazón sigue latiendo en el kilómetro 113, donde todo empezó.

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Emprender sin recetas mágicas

A pesar del crecimiento, Castoldi y De Cicco insisten: no hay atajos. “Recibimos mensajes de chicos que quieren emprender. Y siempre les decimos lo mismo: esto no es rápido ni fácil”, advierte Juan.

“El éxito visible llegó después de cuatro años. Antes fue todo poner, remar, construir sin ver resultados. Pero esos fueron los cimientos. Sin eso, no hay nada”, completa Cristian.

Además del trabajo duro, destacan algo que suelen olvidar los manuales empresariales: el valor del entorno. “Apóyense en los amigos y en la familia. Es clave. Uno cae, el otro lo levanta. Así sobrevivimos nosotros”, dice Juan.

Atalaya, un clásico que se reinventa

La historia de Atalaya es la de una marca icónica que pudo haber desaparecido, pero que encontró en dos primos jóvenes y comprometidos el motor para renacer. Con identidad, respeto por la tradición y una mirada moderna sobre el negocio, Juan Castoldi y Cristian De Cicco demostraron que es posible honrar el pasado sin quedarse en él.

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Las medialunas siguen saliendo calientes del horno, como siempre. Pero hoy tienen un futuro que huele a expansión, con el mismo sabor que supieron construir sus abuelos. Porque, como ellos mismos dicen, no se trata solo de vender medialunas. Se trata de defender un legado con el corazón en la mano.



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