Por Agroempresario.com
Entre montañas majestuosas y lagos azules que parecen salidos de un cuento, un chef argentino encontró su refugio. No es un restaurante con estrellas Michelin ni un salón con reservas agotadas. Es un rincón apartado en la Patagonia profunda, donde la cocina se entrelaza con el paisaje y cada plato cuenta una historia. Allí, en la Hostería Huechulafquen, el cocinero Lucas Trigos –que sirvió platos para la reina Isabel II y ejecutivos de las empresas más poderosas del mundo– decidió cambiar el vértigo por la calma, la pompa por la esencia.
En esta cocina sin nombres impresos, sin menú fijo ni pretensiones ostentosas, Trigos recupera el sabor de las cosas bien hechas. Su propuesta no busca fama, busca conmover. “Acá todo es más simple, más de la fuente, como la cocina de mi abuela. Salsas de 14 horas. Trucha fresca. Cordero que criamos acá nomás. Cocina de producto”, dice el chef con una paz que parece reflejarse en cada rincón del lugar.
Nacido en San Isidro, Buenos Aires, Lucas Trigos tuvo desde niño una relación profunda con la cocina. Aprendió los sabores de la mano de su abuela francesa, quien le inculcó una máxima sencilla pero poderosa: “Lo que la nariz no aprueba, la boca no toca”. A los once años ya cocinaba para su familia, convencido de que el acto de preparar comida era más que un gesto doméstico: era un acto de amor.
Esa pasión lo llevó lejos. Fue chef en restaurantes de renombre en Bariloche, trabajó en los Pirineos catalanes, se desempeñó como cocinero privado de ejecutivos VIP en Estados Unidos, desarrolló productos gourmet para exportación, fue proveedor para producciones cinematográficas y hasta cocinó para la mismísima reina Isabel II, quien elogió un budín de naranja preparado por él. También dirigió cocinas en Chile, Brasil, Europa y Londres, y se convirtió en una figura destacada dentro del mundo culinario internacional.
Sin embargo, el brillo del éxito tuvo su precio. “Hay muchos momentos duros. Si no lo podés aguantar, la cocina te expulsa”, admite Trigos. Recuerda especialmente un punto de quiebre: en 2018 fue convocado como jefe de cocina para la apertura de Amazónico, un restaurante de lujo del grupo español Paraguas, en Londres. “Todo era increíble: 65 personas en la cocina, vajilla de 800 euros, carbón japonés hecho a mano. Pero fue demasiado. Una noche sentí que me moría. Dije: basta, esto no es vida.”
Después de rechazar una oferta en Dubái, se refugió en los Pirineos catalanes, donde cocinaba para apenas veinte personas en un castillo. Esa experiencia lo transformó. Aprendió que saber decir que no también es una forma de éxito. “Entendí que no quería más ese camino. Decidí bajarme del tren de la alta cocina global para recuperar el sentido de por qué cocino.”
Fue entonces cuando apareció la propuesta de instalarse en Huechulafquen, en la provincia de Neuquén. A orillas del lago del mismo nombre, en una hostería de madera y piedra, Trigos encontró algo que parecía perdido: el tiempo para cocinar sin apuro. Desde su llegada, la cocina de la hostería adquirió un nuevo espíritu, con raíces en la tradición francesa y un profundo respeto por el entorno.
“Estoy a dos horas de mis hijas, en Buenos Aires, y rodeado de este paraíso. Muchos me dijeron que estaba loco por volver a la Argentina, pero prioricé otra cosa. Acá soy feliz”, cuenta. En su menú –si es que puede llamarse así– aparecen platos casi en extinción en la gastronomía argentina: sauce béarnaise, papillote de trucha, blanquette d’agneau (un estofado de cordero con salsa blanca), conejo salvaje confitado y tarte tatin con hojaldre francés. No hay lujos, pero hay dedicación. No hay artificios, pero sí una sofisticación silenciosa, basada en el respeto al producto y a la tradición.
La carta cambia según lo que ofrece el entorno. “Si estás en la Puna, cocinás cabrito. No vas a hacer camarones. Hay que cocinar lo que da la tierra. Te obliga a poner los pies en la tierra”, resume Trigos. La cocina de la Hostería Huechulafquen funciona bajo una lógica de sustentabilidad y coherencia con el paisaje. Productos frescos, muchos cultivados o criados en la zona. Tiempo, fuego, paciencia.
Para Lucas, cocinar es una forma de habitar el mundo. Y también de amar. “Primero, cocino para darme un poco de amor a mí mismo. Y después, para transmitir esa felicidad en el plato. Si un caldo me lleva 16 horas, es porque quiero que el que lo pruebe se sienta querido”, dice. Esa filosofía atraviesa todo su trabajo. La cocina como forma de cuidado, como herencia que se transmite de generación en generación. Como ritual que sobrevive a pesar del apuro, del delivery y de las modas gastronómicas.
En Huechulafquen no hay lugar para la improvisación rápida ni para los nombres exóticos en inglés. Pero sí hay espacio para la emoción. Cada plato que sirve Trigos contiene una historia: la de su infancia, la de su abuela, la de sus viajes, la de su renuncia al sistema gastronómico global. Cada bocado es también un acto de resistencia: al frenesí, a la superficialidad, al olvido de las raíces.
“Bajar un cambio tiene un precio altísimo: quedás afuera del circuito que va a mil por hora. Pero también entrás a otro circuito, más pequeño, que valora estas cosas. Para mí eso tiene más sentido”, afirma. Su cocina es, en ese sentido, un puente entre dos mundos: el del refinamiento técnico y el de la emoción auténtica. La precisión del chef de elite y la calidez del cocinero de hogar.
En tiempos donde el éxito suele medirse por la exposición, el reconocimiento o los followers, Lucas Trigos eligió algo distinto. Eligió el silencio, el aroma de la leña, el murmullo del lago, el perfume de una salsa que lleva horas de cocción. Eligió quedarse quieto. Y en ese quedarse, encontrar un lugar donde todo vuelve a tener sentido.
La cocina, dice, es un acto de amor. Y el amor lleva tiempo.
Hoy, desde su refugio en la Patagonia, Lucas Trigos sigue cocinando como el niño que una vez corrió a su madre de la cocina. Pero ahora lo hace con la certeza de haber encontrado su lugar en el mundo. Uno donde cada plato, cada aroma, cada detalle, cuentan no solo la historia de un chef, sino también la de una vida que eligió el fuego lento por sobre el ruido.
Una cocina que no busca aplausos. Solo que el comensal, al probar el primer bocado, diga bajito: “Qué rico, gracias”. Como lo dijo alguna vez una reina. Como lo sigue diciendo el corazón.