Por Agroempresario.com
El 25 de mayo de 1810, un viernes histórico, sentó las bases de nuestra nación. Hoy, el domingo 25 de mayo de 2025 nos encuentra, como es costumbre, reunidos alrededor de la mesa, en familia o con amigos, para disfrutar sin prisas. Esta fecha patria tendrá un sabor especial, y qué mejor manera de coronarla que eligiendo esos vinos que, más allá de su origen, se han arraigado y desarrollado en el terruño argentino, representándonos de manera única y acompañando a la perfección nuestras comidas típicas.
Juntarse y brindar siempre es una buena excusa, ya sea por lo que se quiera, y también por la patria. Para lograr que el centro de atención se lo lleve la argentinidad, todo menú debe ser pensado alrededor de las costumbres de la época del Cabildo Abierto, con comidas y postres alusivos, algunos de los cuales eran disfrutados por los próceres que forjaron la nación. Es cierto que las recetas se pueden recrear, pero los vinos no, porque los de hoy son muy diferentes (y por suerte) a los del siglo XIX. No obstante, y pensando en cada uno de los platos, se pueden elegir vinos para resaltar esos sabores y así disfrutar más de las tradiciones argentinas.
Todos saben que el vino es la bebida nacional, y compañero ideal de las comidas, también de las tradicionales que fueron protagonistas en el origen de la patria y que, a pesar de la evolución y el desarrollo, se mantienen entre las preferidas de los argentinos. Por la época del año, se imponen los guisos, aunque las carnes a la parrilla suelen ser la preferencia de la mayoría, por lo que significan el asado y su ritual.
La Bonarda es una cepa que merece atención durante todo el año. No solo es la segunda más plantada en Argentina, sino que las características que ha adoptado en nuestro país la convierten en un vino que no se consigue en ningún otro lugar del mundo. Y si bien originalidad no es sinónimo de calidad, como no todos los países del mundo son vitivinícolas, los pocos que sí lo son se destacan por poder elaborar grandes vinos con variedades propias, autóctonas o adaptadas de manera particular.
Este es el caso de la Bonarda en Argentina. El enólogo Roberto González (Nieto Senetiner) le ha dedicado los últimos treinta años de su vida, incluyendo un libro, "Bonarda, La Historia de un gran vino". Su nombre verdadero es Corbeau Noir, y no proviene de Italia, sino de la Saboya francesa. Pero no importa, porque aquí ya se popularizó como Bonarda, y así trascendió las fronteras. Así como un Cabernet Sauvignon argentino no es igual que un exponente de Estados Unidos, puede considerarse lo mismo con esta cepa, que hasta hace muy poco estaba más plantada que el Malbec. Su adaptación, tanto a los viñedos como a los paladares argentinos, fue silenciosa y de perfil bajo. Siempre estuvo ahí, aunque nadie lo sabía, compañera eterna del Malbec en los "tradicionales vinos tipo borgoña nacionales".
Es por ello que se encuentra plantada en las principales regiones vitivinícolas argentinas, donde hay varios viñedos viejos. Hoy, muchas bodegas están elaborando este vino en todos los segmentos de precio. Hay que recordar que prácticamente no existía esta variedad en las etiquetas del vino argentino, y hoy hay más de 50 etiquetas con el nombre Bonarda Argentina.
Actualmente, las casi 18.000 hectáreas que ocupa en el país la convierten en la segunda cepa en extensión detrás del Malbec, con casi 48.000 hectáreas. Hasta fines del siglo pasado, el área cubierta por Bonarda era superior a las hectáreas existentes de Malbec. Esto indica dos cosas: por un lado, que es una cepa muy bien adaptada al terruño nacional, y por el otro, que tiene un gran potencial. Esto lo confirma Alejandro Vigil, quizás el enólogo más importante de Argentina, quien elabora varios exponentes de diferentes parcelas de la Zona Este de Mendoza, demostrando que no solo confía ciegamente en el Malbec y el Cabernet Franc, sino también en el Bonarda. Eso explica que, en los últimos treinta años, la Bonarda pasó de ser considerada una uva más bien popular y para cortes a ser reivindicada por decenas de bodegas que la elaboran en todas las gamas.
El Torrontés es la más conocida de las cepas autóctonas argentinas, un patrimonio exclusivo. Según el Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV), el Torrontés ocupa casi un 5% de la superficie total cultivada en el país, con aproximadamente 10 mil hectáreas.
¿Por qué se dice que es el vino 100% argentino? Por ejemplo, en Finca La Florida de Cafayate (propiedad de Bodegas Etchart), aún se puede ver un parral de 1862, escenario en el que se crearon los primeros vinos Torrontés. Pero aún hay dudas sobre los primeros pasos de la cepa nacional. Según un estudio realizado por la enóloga Cecilia Agüero, el Torrontés nació del cruzamiento entre la uva Italia o Moscatel de Alejandría y Negra Criolla, ambas originarias de la época colonial. El historiador Pablo Lacoste expuso en 2014 que ese cruce natural tuvo lugar en alguno de los solares cultivados por los jesuitas en Mendoza, en el siglo XVIII, y que entonces las primeras uvas blancas nacieron en la región de Cuyo, y rápidamente se trasladaron a La Rioja y a Salta.
Lacoste relata que el nombre Torrontés viene de un error del naturalista Damián Hudson, quien degustó esta variedad en La Rioja y, al ser consultado, lo bautizó como Torrontés, una uva de España que no es la misma que la argentina. Pero lo cierto es que el Valle de Cafayate, en Salta, impulsó la variedad en el mundo, gracias a las cualidades de la tierra, altura y latitud. En esa zona se genera un microclima especial: el terruño salteño oscila entre los 1700 y 3000 metros de altura, de donde surgen vinos de particular personalidad, volviéndolos únicos, expresivos y ricos. En el norte del país, durante 300 días del año hay atmósferas limpias ideales para cultivar. Para alimentarse, el viñedo tiene que hacer fotosíntesis y se reproduce a través de la semilla, de su fruto. Acumula azúcar, aroma, acidez y color, y cuanto más intenso sea el proceso, más sabor tendrá el vino.
Y si bien su fama la hizo desarrollarse en otros lugares con gran éxito, como La Rioja, Catamarca, el Valle de Uco y Patagonia, el NOA sigue siendo el terruño más apto y el que provee la mayor diversidad de estilos.
Hasta hace muy poco, el único vino autóctono en alcanzar reconocimiento era el Torrontés. Pero ha surgido otra cepa, a tono con la tendencia mundial de revalorizar lo propio como ventaja diferencial. La Criolla fue traída por los misioneros llegados de las Islas Canarias, quienes la propagaron de norte a sur del continente. Luego se convirtió en diferentes cepas según su territorio: Misión en Estados Unidos, País en Chile y Criolla en Argentina.
Se trata de un grupo de uvas muy dispar, todas hijas de diversos cruzamientos a partir de Moscatel de Alejandría y Listán Prieto, entre otras. Se sabe que, hasta comienzos del siglo XX, las uvas se plantaban mezcladas, por lo que se polinizaron entre sí. Las Criollas no gozaban de buena fama, pero lograron quedar entremezcladas en los viñedos, así se convirtieron en plantas fuertes y resistentes. Con el tiempo, llegó a ser muy popular gracias a su gran capacidad productiva, aunque sus cualidades enológicas no eran destacables. Es por ello que se utilizaba mucho para vinos comunes, sin que su nombre fuera reconocido.
Hasta que algunos enólogos decidieron rescatarla del olvido. Y hoy, gracias al entorno, sus cuidados y métodos exclusivos de elaboración, generalmente fermentando en pequeñas vasijas de cemento, se logran exponentes con muchos atributos. La Criolla Chica, una uva atraída en la época colonial, resurge con técnicas modernas que destacan su frescura y versatilidad. Una de sus claves es que las plantas suelen ser viejas y sus rendimientos bajos por naturaleza. Esto, sumado a técnicas en bodega, como maceración en frío o fermentaciones con racimo entero, permite lograr cierta concentración en su carácter. Es un vino tinto de aspecto tenue y aromas frutados, simples y directos. De trago fácil y paso vibrante, muy refrescante.
Recientemente, el Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV) incorporó la Criolla Chica en el listado de cepas aptas para vinos de calidad. Se hizo a través de la resolución 30/24, firmada por Carlos Raúl Tizio Mayer, titular de la institución. También conocida como Listán Prieto, en el INV entienden que, dada su composición natural polifenólica antociánica y el uso de las prácticas enológicas autorizadas, con ella se pueden obtener vinos tintos de calidad. En la actualidad hay casi 400 hectáreas plantadas de Criolla Chica y más de 13.500 de Criolla Grande, entre otras uvas Criollas, incluyendo a la famosa Torrontés.
La Criolla es la adaptación local y autóctona de esas primeras variedades que desembarcaron en el territorio nacional. Y como en el mundo del vino hay una revalorización por lo autóctono, muchos hacedores comenzaron a tratarla seriamente. Atrás quedaron los vinos de mesa masivos. Los vinos de hoy, elaborados con esta uva, son equilibrados y frutados, de trago simple o texturas complejas, y se adaptan muy bien a un sinfín de platos gracias a su frescura y fluidez natural.
El Malbec es el vino emblema de Argentina. Cabe recordar que fue Domingo Sarmiento, en 1853, quien creó la Quinta Normal y la primera Escuela de Agricultura de Mendoza. También contrató a Michel Aimé Pouget, el agrónomo francés responsable de introducir el Malbec en el país, con el objetivo de mejorar la vitivinicultura local.
Sin dudas, es el mejor vino que se elabora en Argentina, donde se encuentra la mayor cantidad de hectáreas plantadas (más de 47.000). Y si bien sus virtudes están fuera de discusión, el desafío es dejar de ser un cepaje original a nivel global y pasar a ser considerado como uno de los mejores exponentes. Para ello, la comunicación y difusión internacional es fundamental.
Se sabe que en el Viejo Mundo no se preocupan por conquistar otros mercados de la mano de sus varietales, sino que son las zonas las que importan. Pero en el Nuevo Mundo, sus regiones aún no son tan reconocidas como las uvas. Fueron los americanos, a fines de los sesenta, quienes introdujeron la importancia del nombre de las cepas en las etiquetas, simplemente porque no podían competir con los terruños europeos. Esto resultó ser una estrategia muy efectiva para todos los nuevos productores, incluida Argentina.
Ya todos saben que llegó entre las variedades “francesas” a mediados del siglo XIX, escapando de la filoxera, la plaga que devastó gran parte de los viñedos franceses y españoles. Creció y se adaptó de manera anónima, llegando a cubrir 60.000 hectáreas. Pero las vueltas de Argentina llevaron a reducir esa superficie a 15.000 hectáreas. Sin embargo, cuando el país tuvo que demostrar con creces su potencial vitivinícola, salió a lucirse en plenitud, convenciendo a propios y extranjeros para que invirtieran. No por casualidad, el Malbec fue la llave que abrió la puerta de las exportaciones para el vino nacional. Pero fue mucho más allá, porque también les demostró a los hacedores que podía adaptarse de manera distinta a cada lugar. Así surgieron desde tintos atractivos y fáciles de beber, hasta los grandes vinos de parcela que llegaron a los 100 puntos de la crítica internacional.
Como la vara ya está tan alta, los grandes Malbec deberían codearse con sus pares del mundo y competir de igual a igual por la corona. Es una variedad que lo tiene todo: historia y nobleza, sentido de pertenencia, atributos enológicos y complejidad. Ya casi hay 50.000 hectáreas plantadas, siendo la única gran apuesta del vino argentino. Pero el objetivo ya no debe ser diferenciarse, sino seguir puliendo detalles para lograr ser algún día el mejor vino del mundo.
Los usos y costumbres de un pueblo reflejan su esencia y origen. Claro que la evolución trae consigo una vorágine que muchas veces atenta contra la cultura heredada. Pero aquellas que se consagran de populares, trascienden el tiempo. No obstante, es necesario siempre recordar cómo se originaron para entender la importancia, no solo que tuvieron, sino también de mantenerlas vivas. Para eso sirven las efemérides patrias, por ejemplo. Para revitalizar las culturas populares, y la gastronomía es una de las manifestaciones más cabales. Por eso, en fechas como esta, recuperan protagonismo esos platos históricos argentinos, y qué mejor que acompañarlos con vinos para lograr maridajes que, más allá de ser sabrosos, se sienten patrios.
Una propuesta bien argentina debería comenzar con una picada criolla (chorizos, quesos de campo, aceitunas, pan casero). Es el comienzo, y como tal hay que servir algo fresco como un Torrontés o un vino de Criolla, que puede ser rosado o tinto. Esta instancia sería como recuperar la vieja y sana costumbre del aperitivo. Otro gran comienzo sería con empanadas caseras: de carne y fritas, si se quiere respetar la tradición, más allá de la receta elegida. Para acompañarlas, cualquiera de los cuatro vinos mencionados estará bien, siempre y cuando sean frescos y livianos.
Una vez en la mesa, todos van a compartir el plato principal, y es ahí donde se impone el locro. Se puede seguir con el Torrontés tranquilamente, sobre todo si se le agrega salsa picante. Sino, es buen momento para pasarse al tinto. Aunque no debería ser uno con mucho cuerpo, sino más bien de trago fluido y consistente por sus texturas incipientes. Puede ser alguno de los nuevos tintos de Criolla, que van muy bien con estos guisados, porque si bien no son tan expresivos, poseen carácter y la estructura ideal para acompañar sin competir. Un vino así va a refrescar el paladar con cada trago, recordando que el “circuito” para disfrutar más de la comida y la bebida es agua-comida-vino.
Así, un locro como el de Doña Petrona con tantos ingredientes (maíz, porotos, garbanzos, patitas de chancho y cuero, falda, pechito de cerdo, chorizo colorado, mondongo y salsita picante) ofrece diversos sabores y texturas, y se lucirá más con un tinto ágil de poco cuerpo, pero con suficiente carácter. Pero también el Bonarda y el Malbec pueden ser grandes compañeros de ese guiso patrio y de los demás platos bien argentinos como el pastel de papas, el asado o el guiso de lentejas. Incluso se puede cerrar la comida con un postre alusivo: quesillo con miel de caña, ambrosía, mazamorra, arrope, yema quemada, flan, zapallos en almíbar, queso de cabra con cayote, arroz con leche, y hasta pastelitos, buñuelos y tortas fritas. Todos estos postres van muy bien con un Torrontés de Cosecha Tardía.
Pero lo más importante es la reunión, el disfrute, y recordar que la felicidad actual de cada uno la forjaron muchas personas que pasaron por estas tierras. Y ellos se merecen un brindis.
Aquí te presentamos una selección de vinos para celebrar y honrar la tradición en este 25 de mayo, ideales para cualquier mesa patria: