Por Agroempresario.com
Considerada el “diamante negro” de la gastronomía, la trufa negra dejó de ser un ingrediente reservado solo para la cocina europea y se convirtió, en los últimos años, en una joya de invierno que empieza a brillar con luz propia en Argentina. Con cultivos locales en expansión y chefs comprometidos con su difusión, este hongo subterráneo de aroma inconfundible gana terreno en menús sofisticados, sin perder su exclusividad.
Aunque su precio puede superar los 1.000 dólares por kilo en mercados internacionales, cada vez más cocineros y productores trabajan para acercar la trufa al público argentino, mostrando que se pueden crear platos de altísima calidad en formatos accesibles, sin resignar sabor ni sofisticación.
La trufa negra no es una raíz ni un tubérculo, aunque crece bajo tierra. Es un hongo que se desarrolla entre las raíces de encinas y robles, y que solo puede ser detectado con precisión por perros adiestrados, gracias a su olfato privilegiado. Recolectarlas requiere paciencia, entrenamiento y trabajo manual. No hay maquinaria que reemplace al trufero, quien debe escarbar con cuidado, extraerlas y limpiarlas una a una, clasificándolas por peso, forma y aroma.
En Argentina, las zonas productoras se extienden por Espartillar, Lobería, Azul, Neuquén, Córdoba, y Mendoza, donde se logró replicar el ecosistema trufero con suelos alcalinos, lluvias justas y especies vegetales asociadas.
Uno de los referentes de esta movida es el cocinero Ariel Rodríguez Palacios, quien desde su local El Colmo, en Buenos Aires, decidió incorporar trufa negra fresca en su menú. El plato estrella es un sándwich “colmado” con lomo grillado, queso danbo artesanal, velouté de hongos con manteca de maní y la protagonista: trufa negra rallada en el acto. “La trufa es un símbolo de la alta cocina. El desafío era mostrar que también puede estar entre panes, sin perder magia”, explica el chef. Cada sándwich lleva unos cuatro gramos de trufa fresca, conservada cuidadosamente bajo campanas para mantener su aroma.
Rodríguez Palacios trabaja con Trufas del Nuevo Mundo, un proyecto de Espartillar que no solo abastece restaurantes, sino que organiza experiencias truferas en el campo y promueve la idea de democratizar el acceso a este producto. “Las trufas llegan a Buenos Aires en menos de 48 horas desde la cosecha. Son perecederas y delicadas, requieren temperaturas entre 0 y 4 grados. Si tienen olor alcohólico, ya no sirven”, detalla.
Otro lugar donde la trufa tiene protagonismo es en Roux, el restaurante de Martín Rebaudino en Recoleta. Allí no hay un plato fijo, pero la trufa se ofrece como opción para rallar en el momento sobre preparaciones como huevos, risottos y carnes rojas. “El cliente puede sumar uno o dos gramos por plato, y hoy el valor ronda los 5.800 pesos por gramo. Cada vez hay más conocimiento y respeto por el producto local”, cuenta Rebaudino, quien trabaja con trufas de Azul, Espartillar y Lobería.
Para él, la trufa es mucho más que un condimento. “Aporta un aroma único, con notas petroladas, y un sabor que realza y transforma cualquier plato. Tiene algo de mágico, por su rareza y su temporalidad”, asegura.
En el restaurante Ácido, el chef Nicolás Tycocki también celebra la temporada trufera. “Cada vez se consigue mejor trufa nacional. Para mí, el valor está en su producción local. No me interesa usar trufa importada si puedo acceder a producto argentino, de calidad y fresco”, afirma. Su menú de temporada incluirá trufa en hamburguesas, papas fritas, y en una original preparación de tteok cacio e pepe, una fusión entre ñoquis coreanos y un clásico italiano.
La trufa no solo se ofrece fresca: también se la encuentra en mantecas, aceites, sales y conservas. Sin embargo, todos los cocineros coinciden en que la trufa fresca rallada al momento es insustituible. “Ahí es cuando realmente brilla. Ese instante en el que toca el plato caliente es mágico. Cambia todo”, señala Tycocki.
En Buenos Aires, hay cada vez más restaurantes que la incluyen en sus cartas de temporada. Entre ellos: Ajo Negro, Sottovoce, Don Julio, Aramburu, Trescha, Mad Pasta, y Margot (Santa Fe). En el interior del país destacan lugares como Fuego Sagrado y Garage Comedor en Pigué, El Papagayo en Córdoba, y Ánima en Bariloche.
La temporada trufera argentina se extiende entre junio y septiembre, y cada trufa cosechada es el resultado de años de trabajo. Desde la plantación de los árboles hasta el adiestramiento de los perros, pasando por la espera paciente de al menos cinco años para la primera cosecha. Es una labor que combina agricultura, biotecnología, pasión gastronómica y visión comercial.
Si bien todavía es un producto de nicho, cada vez son más los que se animan a probarla. “Hay un público que ya viajó, que probó trufa en el exterior y que se sorprende al encontrarla en Argentina. Y hay otro, nuevo, que se acerca por curiosidad. Ambos quedan encantados”, cuenta Rodríguez Palacios.
Con el impulso de chefs, emprendedores y productores, y con un entorno natural que favorece su desarrollo, la trufa negra está dejando de ser una rareza exótica para convertirse en un símbolo del invierno gourmet argentino.