Por Virginia Fabri
Entre el relincho del caballo, el aroma a alfalfa, y el retumbar de los cascos campeones, se abre en La Rural un rincón distinto, hondo y luminoso: el del arte criollo. En esta 137ª Exposición de Ganadería, Agricultura e Industria Internacional —la más grande vidriera del campo argentino—, el stand M6 del Pabellón Verde ofrece un oasis de belleza tradicional. No hay genética ni maquinaria allí, pero sí herencia viva, cincelada en plata y tejida en cuero. Un lugar donde el gaucho no es recuerdo: es presente noble, es cultura de raíz.
La puesta —curada por los primos Lauro e Ignacio Kagel, junto a los artesanos Patricio y Gerónimo Draghi, padre e hijo artesanos de linaje— reúne verdaderas joyas del arte popular argentino. Desde San Antonio de Areco llega además el reconocido platero y soguero Raúl Draghi, y los también sogueros Ruben Blanco y Nicolás Kroll de Buenos Aires, todos ellos manos sabias que moldean nuestra identidad. Sin ocultar la pasión, plateros, sogueros, joyeros, coleccionistas y narradores, elevan la tradición al rango de arte mayor.
Este stand es ya tradición en la Rural y resulta una continuidad de aquel camino iniciado por los hermanos Gustavo y Enrique Kagel, quienes durante años llevaron adelante —con singular éxito y mirada visionaria— el célebre Stand Kagel, espacio que supo reunir lo mejor de las antigüedades criollas con los más destacados artesanos del momento. Hoy, esa llama sigue viva, con nuevos nombres y el mismo espíritu de excelencia y raíz.
Raúl Horacio Draghi, soguero y platero, es un testimonio vivo del oficio heredado. Primo del célebre Juan José Draghi, aprendió con él entre caballos, mates y cuchillos. “Quería hacerle una cabezada a mis caballos y terminé enamorado del cuero, que combiné con platería”, cuenta con devoción. A su lado, su sobrino Patricio, hijo de José —platero y joyero de alma inquieta— comenta que continuó con la tradición familiar y luego se perfeccionó en Florencia en las técnicas de repujado y cincelado. Durante veinte años, Patricio trabajó junto a su familia, y recién en 2005 decidió abrir su propio espacio, donde la joyería se transforma en lenguaje y cada diseño en una declaración. Con una mirada que abraza la raíz y la reinventa, incorporó nuevas técnicas sin soltar la tradición. Su trabajo tiene la precisión del arte europeo y la hondura del campo argentino. Cada pieza es única, como si el tiempo pasara por sus manos para volverse eterno.
Destaca además que en la década del setenta, cuando San Antonio de Areco comenzaba a perfilarse como faro de las artesanías criollas y bastión del turismo rural, la tradición se volvía presencia viva en cada rincón del pueblo. Las exposiciones se multiplicaban al calor de la Fiesta de la Tradición, y fue entonces cuando la familia Guiraldes, cultora incansable de preservación de la cultura de su región, llevó Areco al mundo. Plateros, bailarines, sogueros: todos eran embajadores de una identidad que no se resigna al olvido.
La historia de la familia Draghi se cruza con leyendas. El abuelo de Raúl fue testigo de casamiento de Don Segundo Sombra, aquel gaucho inmortalizado por la pluma de Ricardo Güiraldes. No es anécdota: es símbolo. Porque este arte no se inventa, se hereda. Y se honra.
El stand invita a detenerse. Entre las piezas más admiradas, brilla un conjunto de tres mates de mediados del siglo XIX, trabajados en plata, oro y piedras preciosas. Uno de ellos, con engarces de rubíes y esmeraldas, es obra del orfebre Pedro Nolasco Pizarro y perteneció al Obispo de Córdoba. Se encuentra reproducido en el libro “Platería Sudamericana” de Alfredo Taullard. A cada lado, dos mates de igual jerarquía completan la trilogía de un tiempo en que hasta el acto de cebar mate era ceremonia de distinción.
Otra joya: un par de estribos uruguayos de más de cuatro kilos de plata y detalles en oro. Imponentes, cincelados con alma rioplatense, parecen hechos no para montar caballos sino para cabalgar la historia.
También destaca un poncho mapuche que perteneció a Raúl Morris von Bennewitz, médico y coleccionista de platería y autor del libro “Platería Mapuche”. Textiles, hebillas, rastras, cuchillos, rebenques,el universo criollo se despliega sin nostalgia, con vigor.
Y allí está Pablo Lozano, soguero de Tandil, trabajando el cuero con la técnica aprendida de su maestro Luis Alberto Flores. “Desde los 15 años trabajo en cuero crudo, sin químicos, pelando con ceniza”, explica, mientras juntos observamos el exquisito juego picazo, que conjuga cuero trenzado por sus manos con detalles de platería antigua de mediados del siglo XIX realizada por Ezequiel Serantes, autor de esas famosas espuelas nazarenas reproducidas y nombradas en tantos libros. El taller de Pablo está en el campo, donde vive desde hace una década. No toma encargos: hace piezas que le dicta el alma. “La soguería pura no reditúa económicamente, pero es fundacional”, dice con la serenidad de quien sabe que su obra no tiene precio, sino valor.
Entre los visitantes se asoma el coleccionista José Piñeiro Iñíguez, un apasionado del alma argentina. Guarda en su colección el manuscrito original de Don Segundo Sombra, impreso por Colombo en Areco. Durante años sostuvo la galería de arte Espacio AG en Buenos Aires y aún hoy sigue luchando por la identidad nacional desde su campo “Las Marías”, propiedad familiar que perteneció a Prudencio Rosas, hermano de Juan Manuel. “El arte popular argentino lo sostiene el privado. Es un deber de quienes amamos esta tierra”, afirma.
Este rincón en La Rural no es sólo una exposición. Es una declaración. Una resistencia mansa pero firme a la homogeneización global, una forma de decir: “Esto somos”. El cuero, la plata, el textil: todo vibra con alma gaucha. No hay marketing en exceso, no hay estridencia. Sólo tradición bien puesta, contada con orgullo. Porque el arte criollo no grita, susurra. Y quien tiene oído atento, escucha siglos de historia en cada trenza de tiento, en cada flor cincelada sobre la rastra.
En tiempos donde todo parece efímero, esta muestra recuerda que hay belleza en lo que perdura. Que el campo no sólo produce alimentos: también guarda símbolos, rituales, objetos con alma. Y que mientras haya un mate labrado, un cuchillo heredado o una soga tejida con saber antiguo, habrá un gaucho en pie. Aunque tal vez ya no monte a caballo.
VIRGINIA FABRI