l agua siempre fue objeto de deseo, también fuente de conflictos en el Gran Chaco Argentino. Con sus variantes, según se hable del Chaco húmedo o del árido, pero también con factores añadidos en las últimas décadas, como el cambio de uso de los suelos, la deforestación o el avance de las fronteras agrícola y ganadera.
La suma de todos ellos ha alterado de manera sustancial la dinámica hídrica de la ecorregión. “La pérdida de bosque nativo aumenta la inestabilidad de todo el sistema”, resume Julieta Rojas, ingeniera agrónoma e investigadora del Departamento de Suelos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) en Sáenz Peña, Chaco. La creciente contaminación, originada por diversas causas, y que será tratada en la segunda parte de esta serie, completa el panorama de una realidad plagada de dificultades.
“El 85 % de las precipitaciones anuales caen durante el verano. Después viene la seca. Entonces pasamos de grandes crecidas y emergencias por inundación a emergencias por déficits”, señala Julio Romero, Secretario de Recursos Hídricos de la provincia de Salta.
En la primera mitad de 2019, las inundaciones azotaron a diferentes regiones chaqueñas. En febrero de este año, las aguas obligaron a evacuar a miles de personas en el sudoeste de Chaco y las tormentas tropicales anegaron la zona de Tartagal, en el noreste de Salta. Pero desde entonces domina la escasez.
“Todo está seco, muy seco. Hay que andar como 20 kilómetros para encontrar un pozo que todavía tenga agua”, relata con pena Daniel Jaimes, dueño de un pequeño campo a mitad de camino entre Miraflores y Misión Nueva Pompeya, en el corazón del monte chaqueño. “Los animales están empezando a sentir el hambre, están flacos. Nosotros teníamos unas 300 vacas y tuvimos que venderlas antes de que se murieran”.
La vida silvestre, por supuesto, sufre las mismas desventuras que los campesinos o los habitantes de las comunidades indígenas que se distribuyen por los montes chaqueños. “Todo se ve amarillo, con poca vida”, dice Ezequiel Pintos, guardaparques del Parque Natural Provincial Loro Hablador. Su descripción permite imaginar las escenas cotidianas en los meses de sequía: “Como son xerófilas, con muchas espinas, las plantas se adaptan bien y pueden sobrevivir. Hay muchos cactus, y gracias a ellos también se adapta la fauna. Se ven los quimiles (Opuntia quimilo) mordisqueados por los pecaríes, los guazunchos (Mazama gouazoubira) o las tortugas; las abejas y las avispas se ponen muy agresivas; y hasta las aves cambian su comportamiento y se acercan a los asentamientos humanos a buscar agua”.
Así como las grandes lluvias empujan a la fauna del Chaco árido hacia el interior del bosque, la sequía los expone a los riesgos de salir en busca de agua: “Los bichitos del monte también están mal porque se secaron las lagunas. Por mi zona hay tapires (Tapirus terrestris), les tiramos agua en el suelo o en los pozos para que bajen a tomar, pero ahí corren otro peligro: hace unos días mataron a uno enfrente de mi casa”, señala Daniel Jaimes.
“Hay inviernos que son más húmedos y otros como este, que no llueve en otoño y son más secos”, sostiene Darío Pegoraro, presidente de la Administración Provincial del Agua (Chaco), como explicación del fenómeno natural. Pero aun aceptando que la variabilidad es una característica propia de la región, los últimos estudios científicos coinciden en subrayar que algunas cosas han cambiado.
Miguel Ángel Taboada, director del Instituto de Suelos del INTA, lo expresó sin vueltas en una reciente conferencia: “No se inunda solo porque llueve sino porque la calidad del suelo ha empeorado”. La expansión de la frontera agrícola hacia el norte argentino, iniciada con el ingreso de las semillas transgénicas en 1996 e impulsada por la fuerte demanda y el alto precio de las commodities en la primera década del siglo XXI, alteró por completo el paisaje del Gran Chaco. Hasta cinco millones de hectáreas de bosque nativo fueron arrasadas para crear campos de cultivo o de pasturas para la cría de ganado vacuno. Los múltiples efectos de semejante transformación ya han comenzado a sentirse.
“El suelo del monte nativo tiene mayor porosidad, es como una esponja: forma una hojarasca que, cuando llueve, absorbe todo. En cambio, el suelo agrícola está más compactado y filtra muy poco”, indica la ingeniera Rojas. “Han trasladado al Chaco el modelo productivo de la llanura pampeana sin tener en cuenta las condiciones climatológicas ni los tipos de vegetación y de suelos”, reafirma su colega Ana Álvarez. La secuencia de acontecimientos que se desata con los cambios ocurre, por otra parte, en una región casi plana —la pendiente es menor al 1 por ciento—, es decir, donde el agua no escurre con facilidad.
Un estudio comparativo de un suelo boscoso con otro con pasturas, realizado por el Grupo de Estudios Ambientales de la Universidad de San Luis en 2016, aporta datos científicos al respecto: “Tras un evento de precipitación muy intensa, las parcelas de bosque tuvieron un escurrimiento superficial prácticamente nulo [la absorción de agua fue de un 99.6 por ciento], mientras que las de pasturas perdieron un 27.7 por ciento de la lámina precipitada [la captura fue de 72.3 por ciento]”.
En los campos de soja —plantaciones que predominan en el Chaco— la capacidad de atrapar el agua de lluvia es incluso menor. Esta planta oleaginosa tuvo un crecimiento exponencial en la región y en la actualidad, su siembre ocupa una superficie de 1,75 millones de hectáreas, lo cual representa cerca del 50 por ciento de toda el área cultivada en las provincias de Santiago del Estero, Chaco y Salta. “La soja, además, deja muy poco rastrojo sobre superficie”, analiza la ingeniera Álvarez, y agrega que “las altas temperaturas degradan rápidamente los restos del cultivo anterior y el suelo queda desnudo demasiado tiempo, lo cual empeora sus condiciones”. La ecuación resulta simple: un menor grado de absorción más la ausencia de una pendiente que permita el escurrimiento del agua da como resultado una inundación.
Precisamente de la que fuimos testigos en nuestra última visita al parque El Impenetrable. Una inundación leve, en el momento, pero que ayudó a graficar muy bien la escena descrita por los expertos. “Creo que tendrías que ir volviendo. Me parece que va a llover”, dijo entonces Gabriel Borsini, guardaparques de El Impenetrable, mientras miraba un cielo que se iba nublando de a poco. “¿Cuánto tiempo hace que no llueve?”, fue la última pregunta que le hicimos antes de emprender el regreso. “Ocho meses. Pero hoy lloverá, y te conviene llegar al asfalto antes de que empiece”.
Cuando quedaba un tercio de camino por recorrer comenzó la lluvia anunciada. La camioneta perdió su pretendida seguridad. Las ruedas empezaron a deslizarse como en una pista de hielo mientras las nubes negras apagaban la luz del atardecer. La ruta se convirtió en una trampa y la lluvia se transformó en un diluvio.
“Después de aquella lluvia de octubre apenas si habrán caído unos 200 milímetros más. La temporada [de diciembre a marzo] ya pasó hace rato y no tengo ni esperanzas de que vuelva a caer agua”, nos dijo Daniel Jaimes, preocupado por el futuro del monte chaqueño y por los cambios cada vez más abruptos en el clima.
Estudios del biólogo e ingeniero agrónomo Esteban Jobbágy aportan más datos para entender ese círculo vicioso que impacta al Chaco y que empieza con el desmonte de los árboles nativos. “El reemplazo masivo de bosques secos como los del Chaco por cultivos de secano (…) provoca ascensos graduales en el nivel freático y una fuerte movilización de sales disueltas, lo que afecta la fertilidad de los suelos cuando esos niveles y dichas sales alcanzan la superficie”. Miguel Taboada agrega un dato más: “Una inundación por napas superficiales, que contienen muchas más sales, es más dañina que otra que solo tenga agua de lluvia”.
Como en el reconocido “efecto mariposa”, el carrusel de acontecimientos va añadiendo problemas que terminan por agravar la situación. “Quitar el monte significa alterar muchas funciones de lo que ahora llamamos ‘servicio ecosistémico’. Implica perder la respiración del bosque nativo, la regulación de la humedad del ambiente, y también buena parte del reservorio de carbono almacenado en el suelo y la biomasa”, señala Julieta Rojas.
“Nosotros notamos la falta de agua porque empiezan a aparecer los picaflores en la galería de la casa”, ilustra Ezequiel Pintos. En el Parque Provincial Loro Hablador pueden verse dos especies de esta ave tan peculiar, el picaflor común (Chlorostilbon lucidus) y el de barbijo (Heliomaster furcifer). “Les dejamos un platito con agua, toman y se van. Hay especies más vulnerables que otras al calor y la escasez de agua, pero en general el comportamiento de las aves cambia bastante. Como los guazunchos, tienen que acercarse más a los asentamientos para buscar algún lugar donde calmar la sed”, dice el guardaparques de la reserva.
El director del Instituto de Suelos del INTA, Miguel Taboada, asegura que “el incremento de las áreas de cultivos en el país aumentó la emisión de gases de efecto invernadero”, y la ingeniera Rojas concluye que “a nivel regional, el cambio climático que estamos viendo es en gran parte efecto de la deforestación. El fuerte calor del verano [las temperaturas suelen superar los 50º C] sumado a la disminución de la humedad que evaporaba el bosque incrementan las diferencias de presión y esto provoca lluvias cada vez más violentas”.
Mongo Bay