Por Agroempresario.com
Mientras caminaba por la City de Londres, el corazón financiero de una de las capitales económicas del mundo, una serie de coincidencias callejeras sirvieron como disparador para reflexionar sobre una pregunta urgente: ¿se está perdiendo la fe en el sistema financiero de Estados Unidos? La desconfianza creciente, el debilitamiento institucional y las prácticas desleales en política y economía comienzan a encender alarmas en los mercados globales.
Trump Street y Russia Row se cruzan en una zona donde antes trabajaban fabricantes de trompetas, pero su coincidencia actual parece casi un guiño involuntario a una época de tensiones y de liderazgos cuestionados. A tan solo unos pasos se encuentra Gresham Street, que lleva el nombre de Sir Thomas Gresham, un comerciante y financiero clave en el Londres del siglo XVI, y cuyo legado sigue vigente a través de su célebre Ley: "el dinero malo expulsa al bueno".
Esa máxima, formulada en una época donde el contenido metálico de las monedas aún definía su valor, resuena hoy con más fuerza que nunca, no en monedas físicas, sino en ideas, prácticas y decisiones políticas que están marcando el rumbo de las grandes potencias. En un contexto donde los desequilibrios institucionales y financieros abundan, la pregunta sobre la resiliencia del sistema financiero estadounidense vuelve a la mesa.
La Ley de Gresham se aplicaba en una economía donde circulaban monedas con distinto valor intrínseco, pero el mismo valor nominal. Los ciudadanos, lógicamente, se quedaban con las que estaban hechas con metales preciosos y seguían usando las de menor calidad. Así, el "dinero malo" prevalecía en las calles, mientras que el "dinero bueno" desaparecía del sistema. Hoy, ese principio puede trasladarse fácilmente a otros ámbitos.
Las redes sociales están repletas de contenido de baja calidad que opaca los aportes serios y bien fundamentados. En los mercados, productos fabricados bajo estándares dudosos desplazan a bienes mejor hechos pero más caros. Y en política, los discursos extremos y el populismo digitalizado se imponen sobre la moderación y el profesionalismo.
En los años previos a la crisis financiera de 2008, muchas entidades financieras irresponsables ofrecieron condiciones de crédito exageradamente laxas. Su comportamiento terminó por expulsar a los jugadores más serios del sistema. El resultado fue una recesión global y la pérdida de confianza en bancos, instituciones financieras e incluso gobiernos. Aquella experiencia dejó una marca que aún hoy afecta la forma en que los capitales y el talento se mueven por el mundo.
La pregunta central del debate actual es si ese fenómeno puede estar ocurriendo nuevamente en Estados Unidos. Si bien el país sigue siendo un polo de innovación, atracción de capitales y faro económico global, las señales de fatiga institucional, polarización extrema y decisiones erráticas en materia financiera y política no pasan desapercibidas.
La administración de Donald Trump representó un punto de inflexión en este proceso. Para algunos, su enfoque disruptivo introdujo nuevas lógicas de gestión política. Para otros, significó la validación de comportamientos cuestionables que debilitaron el tejido institucional estadounidense. Hoy, con el posible retorno del expresidente al centro de la escena electoral y judicial, la confianza de los mercados en la estabilidad de Estados Unidos vuelve a estar en juego.
Los capitales, por naturaleza, buscan refugio en entornos predecibles, con reglas claras, liderazgos estables y políticas fiscales coherentes. Cuando esas condiciones se ven erosionadas, las inversiones se retraen y los talentos migran. El verdadero riesgo para EE.UU. no está solo en las tasas de interés, la inflación o el déficit fiscal, sino en el deterioro estructural de su credibilidad.
Una señal interesante que surge del análisis financiero es la relación entre el oro y el cobre, dos materias primas fundamentales. Mientras el oro es visto como refugio ante la incertidumbre, el cobre suele asociarse con el dinamismo económico. Actualmente, esa relación se encuentra en un nivel muy estrecho, el más ajustado desde los años 80, lo cual sugiere que el mercado percibe un escenario de alta inestabilidad o cambio estructural.
En este marco, la Ley de Gresham se convierte en una metáfora poderosa. El sistema financiero de EE.UU. corre el riesgo de dejar que las prácticas desleales, las decisiones desacertadas y el cortoplacismo "expulsen" a las buenas políticas, a los líderes responsables y a las instituciones sólidas. En otras palabras, si el "dinero malo" domina, hasta la economía más poderosa puede deteriorarse.
En 1560, cuando Isabel I ascendió al trono británico, encontró un sistema monetario profundamente dañado. Fue entonces cuando recurrió a Gresham para revertir la situación. En solo un año, logró retirar las monedas degradadas de circulación y reemplazarlas por piezas con metales preciosos. Este giro estratégico fortaleció la economía inglesa y posicionó a Gran Bretaña como una potencia comercial.
Hoy, el paralelismo con esa historia resulta inevitable. Si Estados Unidos quiere conservar su liderazgo, deberá enfrentar con decisión los focos de corrupción institucional, restaurar la confianza en sus organismos financieros y reconstruir una cultura cívica y empresarial que premie la transparencia, la innovación responsable y la ética.
El futuro del sistema financiero estadounidense no está escrito. Pero, como lo demuestra la historia, cuando las señales de alarma se acumulan, el capital y el talento tienden a huir. La gran pregunta no es si EE.UU. puede evitarlo, sino si está dispuesto a hacerlo.