Por Agroempresario.com
En el corazón de la cordillera riojana, a más de 4.300 metros sobre el nivel del mar, se esconde una de las postales más impactantes de Argentina: Laguna Brava, una reserva natural de extraordinaria belleza, ubicada al oeste de la provincia de La Rioja, cerca del límite con Chile. Este sitio, al que muchos viajeros llaman “la pintura de Dios”, sorprende por su paleta cromática, su aislamiento absoluto y su biodiversidad única.
El noroeste argentino es reconocido por su geografía diversa: desde los Valles Calchaquíes hasta las Salinas Grandes, la región invita a descubrir paisajes que parecen de otro mundo. Pero en medio de este abanico de destinos, Laguna Brava aparece como una joya menos transitada, más extrema, pero igual de fascinante. Su acceso, dificultoso y controlado, no hace más que aumentar su mística.
La Reserva Provincial Laguna Brava abarca más de 400.000 hectáreas de ecosistemas de altura, salares, montañas y llanuras áridas. A esa altitud, los visitantes se encuentran con un inmenso espejo de agua salada, rodeado de volcanes apagados y laderas teñidas por minerales que van del rojo al verde, del violeta al ocre.
El entorno parece pintado a mano, motivo por el cual muchos turistas y lugareños la apodaron “la pintura de Dios”. Los efectos ópticos que se generan al reflejar el cielo en las aguas calmas, junto a los tonos del paisaje, crean una postal surrealista, difícil de encontrar en otra parte del mundo.
Para llegar, es necesario partir desde Villa Unión o Vinchina, localidades riojanas ubicadas a unas tres o cuatro horas de distancia, dependiendo del clima. El camino atraviesa la Quebrada de la Troya, una garganta estrecha con formaciones rocosas y antiguos puestos de arrieros. La travesía puede durar entre siete y ocho horas y solo es posible realizarla en vehículos 4x4, acompañados por guías habilitados. También existe la opción de ir en caravana con auto propio, siempre liderada por personal capacitado.
A pesar de las condiciones extremas del ambiente, la vida florece en Laguna Brava. Este humedal andino funciona como refugio de aves migratorias, especialmente tres especies de flamencos: el chileno, el austral y el andino. Entre los meses de septiembre y diciembre, los bordes de la laguna se tiñen de rosa, producto de las miles de aves que se congregan para alimentarse y reproducirse.
Además de flamencos, es común avistar vicuñas, guanacos y zorros, entre otras especies de la fauna autóctona. Este refugio natural, silencioso y solitario, invita a una conexión profunda con la tierra. No hay señal de celular, ni servicios, ni estructuras turísticas. Solo naturaleza pura y un cielo abierto que parece tocarse con las manos.
La visita a Laguna Brava no es para cualquier turista. Requiere preparación física, conciencia ecológica y respeto por el entorno. La altitud puede generar síntomas de apunamiento, por lo que es necesario aclimatarse y tomar precauciones: hidratarse bien, evitar esfuerzos bruscos y consultar con guías.
Pero para quienes buscan una experiencia transformadora, este rincón riojano es más que un paseo. Es una vivencia espiritual, geológica y sensorial, un viaje fuera del tiempo. Caminar entre salares, formaciones volcánicas y cielos interminables deja una huella difícil de borrar.
Quienes hayan recorrido otros destinos del norte argentino —como Talampaya, Ischigualasto, Purmamarca o Cafayate— encontrarán en Laguna Brava una dimensión distinta: más cruda, más salvaje, más elevada.
La mejor época para visitar es entre septiembre y marzo, cuando el clima permite el paso y los flamencos están presentes.