El Desierto de Atacama se está consolidando como una nueva y sorprendente región productora de aceite de oliva virgen extra, luego de que la superficie cultivada triplicará su tamaño en apenas seis años, de acuerdo con información publicada por Más Producción. Con más de 3.000 hectáreas en la Región de Antofagasta y rendimientos que superan ampliamente los promedios nacionales, el fenómeno posiciona al territorio hiperárido como un caso de estudio mundial y, al mismo tiempo, abre un debate sobre la sostenibilidad hídrica en una zona marcada por la escasez extrema.
Según los datos citados por el medio, la expansión se produjo entre 2018 y 2024, cuando los olivares pasaron de poco más de 1.000 hectáreas a las cifras actuales, concentrados principalmente en el valle del río Loa y la Pampa del Tamarugal. La combinación de 3.800 horas de sol al año, amplitud térmica y un manejo intensivo con tecnología de precisión permitió alcanzar rendimientos de 8 a 12 toneladas de aceituna por hectárea y hasta 2.500 kg/ha de aceite virgen extra. Estos números ubican a Atacama en niveles comparables con zonas tradicionales de élite como Jaén (España) o Toscana (Italia).
El salto cualitativo también es reconocido. En 2025, el aceite Alma Arauco by MORE obtuvo tres premios en los Joota Awards de Tokio, uno de los certámenes más influyentes de Asia. Más Producción destaca que no se trata de un caso aislado: distintos aceites atacameños fueron premiados previamente en concursos como NYIOOC y Olive Japan, reforzando la idea de que se está consolidando un nuevo origen oleícola competitivo a escala global.

La expansión ocurre en un escenario impensado hasta hace pocos años. Con precipitaciones en algunos sectores por debajo de los 2 milímetros anuales, Atacama era considerado un territorio impropio para la agricultura. No obstante, desde 2015 distintos productores —muchos asesorados por especialistas israelíes y españoles— comenzaron a introducir variedades Arbequina, Arbosana y Koroneiki, adaptadas a climas secos y calurosos.
Más Producción detalla que el 95% del agua utilizada en las plantaciones proviene de acuíferos profundos, mediante pozos que alcanzan entre 100 y 400 metros de profundidad. En paralelo, emergieron proyectos de desalación privada, como Desierto Verde en Antofagasta o iniciativas de reutilización de aguas mineras en Copiapó. Toda la superficie se maneja con riego por goteo enterrado de alta precisión, lo que permite eficiencias superiores al 95% y un uso anual de entre 1.500 y 2.500 m³/ha, muy por debajo de los consumos de olivares tradicionales del centro-sur chileno.
Este esquema tecnológico incluye sensores, telemetría, automatización del fertirriego y manejo mecanizado en alta densidad. Según el medio, estas prácticas explican no solo la productividad creciente, sino también la consistencia en la calidad del aceite producido bajo condiciones extremas.
El crecimiento del sector ha generado tensiones con comunidades indígenas lictanantay, que denuncian impactos sobre humedales altoandinos como vegas y bofedales. Estos ecosistemas dependen en gran parte de los afloramientos naturales de los acuíferos, cuyo equilibrio es particularmente frágil en zonas de hiper aridez.
Documentos del Consejo de Defensa del Estado (CDE, 2023) y un informe del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH, 2022) advierten que varios acuíferos del área presentan signos de sobreexplotación. En localidades como Peine, las comunidades reportan descensos de hasta 15 metros en las napas durante la última década. Diversas organizaciones ambientales señalan que el avance agrícola, sumado a las actividades mineras, está ejerciendo una presión creciente sobre un recurso ya limitado.
Productores consultados por Más Producción sostienen que están incorporando sistemas de desalación solar, monitoreo satelital de humedad y acuerdos de gestión conjunta de acuíferos con comunidades para reducir la presión hídrica. Algunos emprendimientos evalúan implementar auditorías independientes de consumo, mientras otros avanzan en proyectos de recirculación y tratamiento de aguas industriales.
En 2022, el Banco Mundial calificó el caso de Atacama como “uno de los ejemplos más extremos y exitosos de agricultura en zonas hiperáridas del planeta”. La afirmación, citada por Más Producción, expone una dualidad: el modelo agrícola del desierto más seco del mundo es al mismo tiempo una vitrina global de innovación y un escenario potencial de conflicto por el agua.
Las proyecciones indican que el sector continuará creciendo. Nuevos inversionistas observan oportunidades en la producción de aceites premium, en la exportación hacia Asia —potenciada por los últimos reconocimientos internacionales— y en la diversificación hacia productos especiales con indicación de origen. La Pampa del Tamarugal y áreas cercanas a faenas mineras aparecen como zonas de expansión futura.

Sin embargo, la sostenibilidad del modelo sigue en discusión. Para defensores del desarrollo oleícola, la clave será consolidar una segunda etapa tecnológica, con desalación distribuida, sistemas cerrados de riego y monitoreo permanente de acuíferos. Para comunidades locales y especialistas en hidrología, la preocupación central es que la intensidad productiva no se convierta en un factor irreversible de degradación ambiental.
El desafío será equilibrar producción y preservación en un territorio donde la escasez hídrica es estructural. La experiencia de Atacama ya despertó interés en centros de investigación agrícola y ambiental de distintos países, que observan cómo un ecosistema extremo puede ser transformado mediante tecnología. Pero también sirve como advertencia sobre los límites físicos de la actividad humana en zonas críticas.
En la próxima década, el futuro del oro verde del desierto dependerá de decisiones estratégicas: fortalecer la regulación hídrica, transparentar los consumos, profundizar la cooperación con las comunidades y asegurar que la innovación no avance a costa del ambiente. Por ahora, Atacama es simultáneamente un laboratorio, una oportunidad y un territorio en tensión.