Por Agroempresario.com
En el corazón del sur de Italia, donde las montañas de Calabria abrazan pequeños pueblos con historias milenarias, un argentino oriundo de Luján decidió reconstruir, a su modo, una herencia familiar que cruzó océanos. Se llama Fernando Sposato, y aunque su historia tiene ingredientes de novela —amor, raíces, tradición y reinvención—, lo que la hace realmente destacable es su capacidad para unir culturas a través de un producto simple pero simbólico: el chimichurri. No cualquier chimichurri, sino uno calabrés, que él mismo elabora con peperoncinos cultivados con semillas que su abuelo trajo desde San Demetrio Corone hace más de medio siglo.
Lo bautizó “chimichurri mendicinese”, en honor al pueblo donde ahora vive, Mendicino, a ocho kilómetros de Cosenza. Allí, entre montañas, olivares y tradiciones centenarias, Sposato cultiva peperoncinos, recolecta hierbas típicas de la zona, ensaya recetas y difunde, desde su cocina, una historia de identidad, memoria y sabor.
La historia de Fernando está marcada por las migraciones. Sus abuelos, Erminia Greco y Angelo Sposato, llegaron a la Argentina en 1954 desde San Demetrio Corone, un pequeño pueblo calabrés con fuerte impronta arbëreshë, la minoría albanesa que mantiene viva su lengua y tradiciones en el sur italiano. Junto con ellos, viajó Francesco, el padre de Fernando.
Instalados en Luján, Buenos Aires, el abuelo Angelo —a quien Fernando llamaba simplemente “nono”— mantuvo viva la tradición calabresa cultivando peperoncinos con las semillas traídas en su valija. Lo hacía como hobby, pero con la dedicación de quien entiende que sembrar es perpetuar un legado. Fernando aprendió a cultivarlos a su lado, sin sospechar que esas tardes compartidas entre plantas y tierra iban a marcar su destino.
Años más tarde, ya adulto y trabajando en cabinas de peaje, Fernando no dejó nunca de mantener su huerto. “Era una forma de estar cerca de mi abuelo, aunque ya no estuviera. Cada planta era un recuerdo”, explica.
En 2016, decidió cumplir un sueño postergado: conocer el pueblo de su familia. Se tomó un mes de vacaciones y viajó a Italia. Allí, el destino lo sorprendió. Visitó Mendicino para encontrarse con un amigo que cultivaba peperoncinos y terminó enamorándose de su hermana, Lucía, quien hoy es su esposa.
Desde entonces, Fernando no volvió. Se instaló definitivamente en Calabria y comenzó, poco a poco, a construir una nueva vida. El entorno rural, las similitudes culturales con la Argentina del interior, y el cariño de la comunidad lo ayudaron a integrarse, aunque no sin dificultades iniciales. “El dialecto me volvía loco al principio. Me iba a dormir con dolor de cabeza de tanto concentrarme”, recuerda entre risas.
Una vez asentado, Fernando retomó el cultivo de peperoncinos calabreses. Los había conocido en la Argentina, pero en su tierra original encontró variedades únicas, de sabores intensos y colores vibrantes. La más tradicional es la diavolicchio calabrese, picante, pequeña y muy aromática. “Son ideales para conservar en aceite, secar o usar en polvo”, explica.
Su idea fue clara desde el principio: homenajear sus raíces argentinas con un producto típico, pero adaptado al contexto local. Así nació el chimichurri mendicinese. ¿La base? Perejil, ajo, menta, flores de hinojo, hongos porcini y, por supuesto, peperoncino calabrés. Cada ingrediente es recolectado a mano por él mismo en la zona.
La versión más vendida es la que viene en aceite de oliva, aunque también lo ofrece en formato seco. Entre sus innovaciones, desarrolló una variante verde, con menta, ideal para carnes rojas, y otra con hongos porcini, que tiene gran aceptación entre los amantes de la cocina gourmet.
El proyecto se llama Cosecha 1980, en alusión al año de nacimiento de Fernando. Es una marca que sintetiza una filosofía de vida: producir con respeto por la tradición, de manera artesanal y con ingredientes locales. Además del chimichurri, elabora conservas, aceites saborizados y mezclas de hierbas.
Elabora todo a pequeña escala, en su cocina, siguiendo métodos caseros. “No busco hacer producción masiva. Quiero que cada frasco tenga historia, que cuando alguien lo abra, sienta que está probando un pedacito de mi historia y de Calabria”, cuenta.
La respuesta fue inmediata: el producto se volvió popular en ferias locales y festivales gastronómicos. También lo vende en línea, con pedidos que llegan desde toda Italia y hasta desde Alemania y Francia. “Los argentinos que viven afuera se emocionan cuando lo prueban. Es como llevarse un poco de casa al plato”, agrega.
Mendicino es un pueblo de apenas 600 habitantes, pero con una vida comunitaria muy activa. Allí, Fernando se integró rápidamente, participando en la asociación vecinal y colaborando en la organización de fiestas patronales, caminatas guiadas, actividades culturales y encuentros gastronómicos.
Además, desde sus redes sociales promueve la historia del lugar, sus paisajes y su cocina. Publica recetas, fotografías del pueblo, y relatos sobre su experiencia como inmigrante en Calabria. En cada posteo, el mate aparece como símbolo: “Es nuestro emblema, no puede faltar”.
En Calabria, el peperoncino no es solo un condimento: es símbolo de identidad. Se lo consume fresco, seco, en polvo, en pasta, en aceites, en salames, y hasta en chocolates. Cada familia tiene su receta y su manera de conservarlo.
En octubre, en la cercana ciudad de Diamante, se celebra el Festival del Peperoncino, que atrae a miles de turistas de toda Europa. Fernando participa como visitante y como productor, intercambiando saberes con otros apasionados del picante. “Allí aprendés de todo: desde cómo plantar mejor, hasta cómo combinar sabores inusuales”, relata.
La historia de Fernando Sposato es, en definitiva, una historia de reencuentro. Con la tierra, con los sabores de su infancia, con sus raíces calabresas. Pero también es una historia de innovación, de cómo un producto tan argentino como el chimichurri puede reinventarse con ingredientes italianos y convertirse en un puente entre dos culturas.
“Cada vez que alguien prueba mi chimichurri y le gusta, siento que estoy honrando a mi abuelo. Él me enseñó a sembrar peperoncinos. Hoy, los mismos que plantaba en su quinta en Luján crecen acá, en Calabria. Es un círculo que se cierra, pero también que se abre”, concluye Fernando, con emoción.